Hace
unos años publiqué en el desaparecido Diario Progresista, Una
historia imposible, que hoy quiero recuperar, corregida y
aumentada. Tengo el convencimiento de que no tiene visos de que se
cumpla, espero, pero todo puede ocurrir, aun sin desearlo, pero no
es deseable.
Era ser
una vez en la que los acontecimientos tenían desolada y
desorientada a toda la población. Los representantes políticos de
todo signo, sindicales, empresariales y sociales, junto con la
cúpula de la Conferencia Episcopal, encabezados por el Gobierno de
la Nación y el seguidismo de la oposición, no paraban de hacerse
propuestas y declaraciones de todo tipo: descabelladas, sensatas,
posibles, imposibles y hasta sublimes y santas hubo.
En las
tertulias y debates parlamentarios se argumentaba sobre Viriato,
El Cid, los Reyes Católicos y hasta sobre don Pelayo, como
precursores de tanto desafuero. Se hablaba hasta del bloque a la
Reina de España, que había originado millonarias pérdidas a sus
defensores. Lo cierto es que una crisis de envergadura, tenía en
jaque a la Constitución, a la Monarquía y a hasta a la propia
existencia identitaria de España.
No sin
estrépito político y demanda social, recientemente se había
producido la abdicación del Rey en su primogénito hijo el Príncipe
de Asturias. Las continuas caídas reales, trompazos y trompicones;
sus cacerías de animales, comisiones y amistades peligrosas, no le
habían dejado otra alternativa. España contaba con el primer Rey
constitucional tras la proclamación de la del 1978, que algunos
querían reformar, sin saber qué, cómo y cuándo. La monarquía tenía
salvada su continuidad. Felipe VI de España, se convertía en el
tercer Jefe de Estado de la reciente historia, sin ser elegido por
el pueblo soberano.
Todo
sucedía como estaba previsto. Hasta el trágala de los
republicanos, que tras innumerables debates, comunicados y
manifiestos, habían terminado con la aceptación de don Felipe como
Rey: «el rey republicano» le definieron. Más dura había sido la
posición de la derecha tramontana, que reivindicaban a don Luis
Alfonso unos y a don Carlos Javier II otros. Los menos pregonaban
un modelo de Estado en el que no encajaba la Monarquía
hereditaria. En estas estábamos cuando todo volvió a
conmocionarse.
Un
helicóptero de las fuerzas armadas, pilotado por el nuevo Rey y
como principal pasajera la ministra de Defensa, en un
desplazamiento a Torrejón, sufre un accidente al parecer a la
altura de San Sebastián de los Reyes, dándose por desaparecidos a
toda la tripulación. Todo parecía que había sido un accidente. En
poco menos de un mes, las caídas habían dejado, aparentemente, a
España sin dos reyes.
Cumpliendo el protocolo, las Cortes Generales, en Sesión
Extraordinaria, se apresuraron a proclamar a la princesa doña
Leonor Reina y a su excelsa madre Regenta. Sobre este último
nombramiento se armó la Dios es Cristo; al ser la nueva
Regenta, experiodista, exprogresista y divorciada, procedente de
clase popular y nacida en la cuna de las revoluciones obreras en
España.
Todo
parecía haber cobrado sosiego, cuando pasados unos días, paseando
por Madrid, oí ruido de sables, vocerío obsceno y cristales rotos.
Un grupo se gente leía un manifiesto, que en resumidas cuentas,
proclamaban la Tercera República Española, avalada por los Estados
Unidos de América del Norte, el Vaticano y algún otro país de
Oriente colonizado. Sonaron tambores y fanfarrias, procedente de
la televisión –me recordaron a la banda del Circo Americano que
tantas veces escuché de niño–. Mariano Rajoy, vestido de gris
marengo, con cara de circunstancias, ojo extraviado, serio y
estirado, se dirigía al pueblo como Presidente de la República
recién proclamada.
Una
España, Extensa y Unida, quedaba constituida por veintisiete
Estados Federados, que eran las diecisiete Comunidades Autónomas
conocidas, más Valladolid, León y Palencia, Córdoba y Sevilla,
Móstoles y Alcorcón, junto con las Islas Cies, se habían
independizado, en calidad de Naciones Históricas Federadas. Los
cantones de Cartagena y Málaga no llegaron a tiempo para
registrarse, pero fueron. La bandera roja y gualda, había sido
sustituida por la conocida bandera de franjas multicolores y
veintisiete estrellas de oro. La canción «que viva España»,
convertida en himno popular, ponía el fondo tragicómico al
discurso del Presidente que anunciaba «una ruptura constitucional,
un cambio de régimen, con su mandato y con el consentimiento de
los suyos» (no se si dijo sin mandato ni consentimiento).
Todo
había sido como un sueño. Un pastor de la sierra de Madrid, en su
caminar diario entre riscos y laderas, pasado el tiempo encontró a
los sobrevivientes de aquel accidente, en una cueva. Parecían
hombres y mujeres de Neandertal, que hoy conocemos que pudieran
haber sido extinguidos por mantener sexo con humanos. A lo que
vamos: el serrano dio cuenta del descubrimiento a la guardia
civil, que a su vez puso en conocimiento de los hechos al
gobierno, que como es habitual no supo que hacer y aplicó la
teoría de los hechos consumados. La república quedaba mantenida.
Los
republicanos habíamos conseguido la Republica: pero no era esta:
no era esta.