Y prosiguió: —Y digo
más, no soy yo quién
para culparme y
menos él, Barrabás,
Bruto y Judas
Iscariote donde los
haya allá, o quién
digo, Bellido Dolfos,
más cercano. Que me
culpe dios, como el
sabe mandar, que yo
sé como él manda—. Y
dicho esto bebió del
vaso que el ujier
había depositado a
su diestra. Con el
buche del agua
envasada, pretendió
rebajar el fuego de
su intervención, y a
todos dejó helados.
El discurso había
terminado. A
continuación todo
fue silencio, ni tos
ni carraspeo se oía.
Ni el ruido de una
mosca, porque
prohibido tienen el
acceso al hemiciclo
—no quieren
intrusos, ni alados
ni reptiles, solo
ellos y su
transparencia—. El
interviniente, a la
sazón presidente de
la nación —elegido
por clamor popular,
de los votantes
populares—, todo
había dejado claro,
salvo algunas cosas,
pero eran las menos,
o las más, pero
tanto daba. No era
la cuestión. ¿Pero
qué cuestión era?
Tanto había sido el
jaleo, que nadie
sabía a qué habían
ido, ¡qué lío! Y en
la televisión
oficial, única que
emitía, por
transparencia y
evitar infundios
ajenos, silencio
sepulcral. Esperando
a que voz alguna
hablara, interpelara
o hiciera una señal,
pues todo era
silencio y alguna
expectación, las
menos, pues la
peña estaba en
la playa tomando el
sol.
Quienes hubieran
tenido que
presentar, según
procedimiento y
valentía, «moción de
censura», no daban
crédito a lo que
habían oído, que era
poco, oscuro y
opaco. Los
partidarios, no
daban crédito a sus
ojos, pues el líder,
rojo, «gran
hermano», les había
dejado sin palabras,
ni resuello, ni
razón. No habían
entendido nada.
¿Pero que esperaban?
Nada; pues eso
tenían.
El presidente de la
cámara,
la alta que se
desmoronaba, porque
la baja estaba de
obras, no se sabe si
por derribo,
martilleó
insistentemente con
la maza, no se sabe
bien si pidiendo
silencio, perdón
ajeno o provocando
palabra; sería eso,
pues el silencio
temblaba y quién
había intervenido,
desde el estrado
todavía, estaba
rojo, aunque de la
banca azul procedía.
Sudaba, moqueaba,
temblaba, pero no
emitía voz ni
movimiento que
indicara que quería
terminar, pues había
terminado. Dios, al
que tanto invocaba,
parecía que se
estaba manifestando.
Pero que osadía, si
en las Cortes no se
puede uno manifestar
ni acorralar ni
rodear. Bueno, pues
se manifestaba.
Un coro de voces
angelicales, sin
saber la
procedencia,
entonaba cantatas
por alegrías,
mezcladas con
fandangos y mineras.
Cantaban de todo,
incluso muñeiras.
Algo pasaba.
Trompetas, clarines
y timbales, como en
Las Ventas, cuando
echan al toro al
corral, anunciaban
una majestuosa
aparición. Del cielo
tallado, que el
coronel Tejero había
ametrallado con los
suyos, bajaba la
corte; supongo que
celestial, pues del
cielo procedía, y
era la hora del
ángelus, y el
ángel anunció con
dolores a María (de
Cospedal podría
ser), pero eso es
cosa de Ruz.
Y con el sonido de
un trueno, ventolera
y agua —y en mi
casa, cuando el
viento viene de
Toledo llueve—, me
desperté soñando que
soñaba y estaba
despierto. Había
terminado la
comparecencia del
presidente de la
nación y no me había
enterado de lo dicho
y eso que lo
esperaba, sabiendo
que nada iba a
decir, de «ese tema»
del que tocaba, que
parece no tocó.
Tendré que leer lo
que dicen mis
fuentes informativas
y conocer la opinión
de a quienes sigo,
pues así tendré una
ligera noción de lo
que ocurrió ese 1 de
agosto, de este año
en curso; que es
mañana
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