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Aquel 20-N que yo viví | |
La dictadura agonizaba desde hacía un tiempo y el nuevo modelo no se consolidó hasta la aprobación de la Constitución en 1978. Hay quien dice que todavía está por ver. Lo cierto es que a la vista de los retrocesos políticos y sociales ejecutados por el gobierno del Partido Popular, parece que el régimen del 78 legitimó al régimen franquista modernizándolo, en la figura de Juan Carlos... |
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19 de noviembre de 2015 | |
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Corría el año 1975, cuando el 3 de febrero nació mi segunda hija, Eva. Ya había nacido Belén y faltaba Víctor, que lo hizo en la primavera del año siguiente. Estos entrañables recuerdos me vienen, porque Eva siempre ha dicho que «ha vivido nueve meses en dictadura» (Belén dos años). Aquella dictadura que «murió» con Franco el 20-N, hace cuarenta años. Yo la viví algunos años más que ellos, desde el ámbito sindical y político, defendiendo valores y reivindicaciones contrarias a lo permitido. En democracia no he bajado la guardia y sigo en el empeño, con otras formas, pero sigo. La dictadura agonizaba desde hacía un tiempo y el nuevo modelo no se consolidó hasta la aprobación de la Constitución en 1978. Hay quien dice que todavía está por ver. Lo cierto es que a la vista de los retrocesos políticos y sociales ejecutados por el gobierno del Partido Popular, parece que el régimen del 78 legitimó al régimen franquista modernizándolo, en la figura de Juan Carlos. Ya han pasado cuarenta año desde la muerte del dictador y de la proclamación (que no coronación) del que fuera rey. Fueron días de proclamación y funeral. Estuve con mi madre en las largas colas que se formaron para ver los restos de Franco, por curiosidad y por ser testigos de la historia. El 22-N estuve ante la iglesia de San Jerónimo el Real, donde se celebraba la misa oficiada por el cardenal Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal, que luego supimos leyó una homilía, en la que podía entenderse el cambio que se iba a experimentar. Recuerdo ver al vicepresidente de los Estados Unidos Nelson Rockefeller y al general chileno Augusto Pinochet, con su larga capa, a quienes, muy tímidamente, algunos silbamos, hasta que dos percheros americanos con gabardina y caras de película de malos, se pusieron a nuestra vera y terminaron con la música de viento. «Españoles: Franco ha muerto», veíamos decir a un Arias Navarro roto en lágrimas, ante la pantalla en blanco y negro. Imagen que recuerdo expectante y angustiado, tanto como el 23-F de 1981, por parecidos motivos. Todo estaba por ver. «El hombre de excepción que ante dios y ante la historia asumió la inmensa responsabilidad del más exigente y sacrificado servicio a España ha entregado su vida». Aquel hombre, unos meses antes, había firmado las últimas cinco penas de muerte de la dictadura. El 27 de septiembre se ejecutó la sentencia por fusilamientos. Murió matando. Del «llanto de España» que decía Arias, a las copas de champán en muchos hogares. Del «dolor y la tristeza» del carnicero de Málaga, a la esperanza ante el futuro. En mi memoria, Franco en estado mortuorio, en la cama de la habitación 103 del hospital La Paz, entubado en su agonía prolongada por medios mecánicos y razones políticas. Fueron tiempos de silencio, cuando Franco, con todo el poder en sus manos, diseñó el nuevo régimen: una «monarquía del Movimiento». Todo pretendía dejarlo «atado y bien atado» y no todo salió bien, aunque dicen que le dijo a Juan Carlos, ya príncipe de España: «No sirve de nada lo que yo le diga, porque usted lo tendrá que hacer de otra manera». El tránsito a la democracia culminó en 1978 con la Constitución y como forma política la monarquía parlamentaria. Previamente se había celebrado el referéndum sobre el Proyecto de Ley para la Reforma Política, el 15 de diciembre de 1976, que contó con el apoyo del 94,17% de los votantes, con una participación del 77,8%. El rey ni juró, ni prometió la Constitución; la sancionó. Su poder era previo y franquista. No se consolidará la monarquía, mientras no haya un referéndum sobre el modelo de Estado. No lo hubo entonces por miedo, porque el pueblo no pintaba en eso y por la falta de razón democrática; hoy dicen que porque no hay razón para ello. Desde 1947, dos años antes de mi nacimiento, España ha sido un reino sin rey, dirigido y controlado por una dictadura militar falangista, surgida de una guerra civil, tras un golpe de Estado contra la legítima República. Franco estableció las bases para el futuro monárquico español, con la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, que declaraba a España Reino y otorgaba al Jefe del Estado la facultad de proponer a las Cortes la persona que lo sucedería a título de rey. A Franco le hubiera gustado ser rey de España por la gracia de dios, de hecho gobernó con prerrogativas reales, concedió títulos nobiliarios y entró bajo palio a las catedrales con guardia mora. Vivió como un rey, con el boato y protocolo franquista, con guerrera blanca, camisa azul y boina roja, España era una democracia orgánica sin democracia y un reino sin rey. Había un reino sustentado por una cruel dictadura; faltaba elegir al sucesor; y no iba a ser el heredero de Alfonso XIII. Franco cerró la puerta a don Juan. El Jefe del Estado podía excluir a aquellas personas reales «por su desvío notorio de los Principios Fundamentales del Estado». Y el hijo, que era el padre, no reunía tal capacidad, por liberal. Fue un trágala, pero cedió sus derechos dinásticos el 15 de mayo de 1977. «En virtud de esta mi renuncia, sucede en la plenitud de los derechos dinásticos como Rey de España a mi padre, el Rey Alfonso XIII, mi hijo y heredero, el Rey don Juan Carlos I». Algo era y mejor que nada. Todo por la familia. Demasiadas intrigas e intereses ante la reinstauración —restauración o instauración según opinión de unos u otros—, de la monarquía en España. Tras descartar al heredero legítimo, Franco elige al hijo del pretendiente. Un niño, entregado por su padre, y al que se podría adoctrinar en la ideología del régimen. Comenzó cambiándole el nombre: de Juanito, a Juan Carlos. No es hasta el 22 de julio de 1969, precisamente el día en que yo cumplía veinte años, cuando con el título de Príncipe de España, Juan Carlos jura como sucesor de Franco. Aquel ambiente lo viví expectante, frente a las Cortes. Juan Carlos jura fidelidad a los principios del Movimiento, acepta ser sucesor de Franco a título de rey, «recibiendo de Su Excelencia, la legitimidad política surgida del 18 de julio». Casi nada; heredaba un régimen surgido por un golpe de Estado y una guerra fraticida. Aseguraba para él y los suyos una corona que hoy ostenta su hijo; y el régimen garantizaba el franquismo sin Franco. Estaban convencidos de que un príncipe, que juraba fidelidad a los principios y leyes del Movimiento, traicionando a su padre, sería fácil de manejar. No les salió del todo bien a los jerarcas de la «caverna». Juan Carlos fue nombrado sucesor del dictador. Franco delegó en él en dos ocasiones la jefatura del Estado, por motivos de salud, por lo que el rey ejerció de dictador suplente en dos ocasiones antes de ser rey. En la última suplencia, moribundo Franco, entrego el Sahara a su hermano el rey Hassan de Marruecos, tras la presión ejercida con la Marcha Verde, Estados Unidos y Francia, traicionando al pueblo saharaui. El monarca se acomodó al sistema y el pueblo nos acostumbramos a un rey, aparentemente sin opinión, salvo en nochebuena, delante de un «belén», con olor a naftalina, sabor a anís y sonidos de pandereta. España salía de la noche oscura de la dictadura y entraba en el sendero de la democracia, no sin sobresaltos e incertidumbre, mucha incertidumbre. Malos recuerdos tengo de la época y peores en la memoria histórica familiar. Franco fusiló a mis abuelos en Toledo, después de la liberación del Alcázar en 1936. Hoy me acuerdo de él, de sus muertos y de los míos. Vivían en Toledo, en el Callejón de los Niños Hermosos, en la judería toledana, de donde sacaron a mis abuelos para nunca volver. Oigo las botas contra el empedrado, los gritos y empujones, los culatazos de los fusiles sobre sus espaldas. Veo la cara perpleja y asustada de mi abuela Antonia Arrogante y las caras descompuestas por el odio de los sacadores. Oigo el sonido seco de las descargas de los fusiles, junto al paredón a la vera del Tajo, y el taac, taac de los tiros de gracia, que remataron sus vidas. El dictador en su testamento, exalta los tópicos patrióticos, como hizo en todos sus actos y discursos en vida y como colofón en su última aparición el 1º de octubre del año de su muerte en la plaza de Oriente. En aquellos momentos de último aliento, recuerda a los enemigos de España. «No olvidéis que los enemigos de España y de la civilización cristiana están alerta» y «Mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones como fuente de la fortaleza de la unidad de la patria». Estos planteamientos y algunos más, siguen vivos en la derecha que hoy nos gobierna. Desde aquel 20-N han pasado cuarenta años y toda mi vida. Por cierto un 20-N de 1957 murió mi padre. Recuerdos y emociones a flor de piel. Desde aquella ilusión contenida, al compromiso político permanente. De la esperanza sin traba, al desasosiego por el rumbo que toman las cosas. De todo puede ser, a solo algunas cosas conseguiremos.
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