Si
veinte años no son nada, cien son un siglo, más de una vida. Hoy quiero
recordar a Ignacio Huertas Buenadicha, «Rojo» para la familia, que va a
cumplir 100 años. Disculpen que me repita, le hice un homenaje cuando
cumplió los 98, pero la ocasión, un siglo de vida lo merece todo.
¡Cuánta vida, cuánta historia! ¡Qué tiempos!
Nada
conocido tenía ni contra la izquierda ni contra la derecha. Un hombre
bueno, justo y cabal, sencillo. «Rojillo» lo fue, porque de niño su
padre comenzó a llamarle así por su pelo. Y la costumbre se hizo ley en
el pueblo. Ha vivido en dos siglos y tiene 100 años. Le conocí en el
setenta del siglo pasado. Es abuelo de mis hijos y bisabuelo de mis
nietos.
En
malos tiempos le tocó nacer: en plena guerra mundial, la primera. Él se
enteró años después, cuando le tocó hacer la «mili» en plena guerra del
36, en caballería del bando «nacional». En el año de su nacimiento, el
parlamento de Reino Unido, votó la ley del servicio militar obligatorio
para los solteros. En el marco de la Primera Guerra Mundial, el ejército
ruso se apoderó de la capital de la Armenia turca y Montenegro capitula
después de las derrotas sufridas ante las fuerzas austrohúngaras. Un mes
después, los aliados, se comprometieron a garantizar la neutralidad de
Bélgica y reintegrar a ese país los territorios anexionados por
Alemania. Los ejércitos alemanes desencadenan una fuerte ofensiva sobre
Verdún, mientras, se producían las conversaciones entre los ministros de
Exteriores del Reino Unido y Estados Unidos para lograr la paz y evitar
que Norteamérica entrara en el conflicto.
EEUU
entró en contienda en 1917 y la guerra terminó haciéndose mundial. Antes
y después, la guerra, siempre la guerra. Guerras mundiales, civiles,
locales, regionales, de agresión o de defensa; de religión, ideológicas,
coloniales, de clase y económicas, del petróleo, contra la droga,
informáticas, contra el terrorismo, el independentismo o contra
insurgentes; guerras relámpago o interminables, sin cuartel, abiertas,
sin declarar o declaradas; hasta guerra fría ha habido, porque calientes
lo son todas. En algunos casos no lo llaman guerra, sino conflicto,
eufemismo que esconde intereses geoestratégicos y espurios, provocados
por canallas justicieros o iluminados de la muerte. Han muerto más
personas civiles que militares, inocentes que culpables, hasta los niños
son considerados combatientes, terroristas o «daños colaterales». Y los
golpes de estado, que sin ser guerras, han supuesto muertes y
desaparecidos. Se dice pronto, entre 1914 y 1918, murieron entre 10 a 31
millones de personas. En la Segunda Guerra Mundial (1939 y 1945),
murieron entre 60 a 73 millones de personas. Cerca de ¡cien millones de
muertos! y los que no hemos sumado.
No todo
ha sido muerte, En 1916, Albert Einstein publicó su teoría general de la
relatividad, que alteró la manera de concebir el espacio, la energía, el
tiempo; incluso tuvo repercusiones filosóficas, eliminando la
posibilidad de un espacio/tiempo absoluto en el universo. Estos y otros
cientos de acontecimientos sucedieron en el primer año de existencia de
Ignacio «Rojo». Tanta guerra en el mundo, dieron a un hombre sereno. La
mayoría de las historias contadas, fueron ajenas a su vida. Nació en un
lugar fundado alrededor del último cuarto del siglo XIV, en Gredos. De
la ribera del Tormes, donde el río se junta con la garganta que baja de
la Laguna Grande y Cinco Lagunas. Sus ojos claros, todo lo tienen visto:
la sierra plena, nieve y solano, el puente, el río, Navajondonera, el
Soto y Navasomera, su patria grande, porque la chica es Navalperal de
Tormes.
Se
levantaba al alba si era invierno y si verano ni eso, porque no se
acostaba. Ha sido cabrero. De cabras nobles, ricas, recias, rojas, como
su nombre, dieron para criar a seis de familia, a costa de andar,
deambular, subir, bajar y ordeñar; para el cabrito asado y el queso
blanco que Fidela manipulaba. En la dehesa de Navalperal, a la ribera
del Tormes y con vistas a Risco Redondo, Fidela quedó para siempre,
donde nació. Qué mejor sitio para reposar una vida dedicada a lo suyo,
sin más miras que vivir para vivir, de andar tranquilo, sosegado, hacia
adelante, encorvado. Sus sueños los desconozco. Pero los tenía, seguro,
eran suyos, historias del tiempo, que alguna vez compartiera con «Tarzán»
su fiel mastín.
Me
contaba que en muchas ocasiones, con la nieve hasta las rodillas, con
frío y niebla, rescató a montañeros, que habían perdido el respeto a la
sierra. Un día fui yo el rescatado. Subiendo por unas peñas, cerca del
Almanzor, para conquistar la cima y otras cosas, un mal paso produjo
movimiento de piedras y el mal parado fue mi pie, el izquierdo. El
calcáneo crujió; sin agua para los labios, el ardiente, lo puso el sol.
Mientras que la fiebre subía, llegó «Canario», el burro de siempre, con
«Rojo» tirando del cabezal. Después de tres meses de muletas, conseguí
lo que entonces había perdido: la cornamenta de un montés, hoy en otra
casa de otra sierra.
Mi
recuerdo y mi cariño, por un hombre sencillo, buena gente, querido y
respetado por todos, por sus hijos, nietos que algunos son mis hijos y
biznietos que son mis nietos. ¡Felicidades por tu vida, abuelo!