Hace unos
años, publiqué el artículo «Madrid, años cincuenta», que hoy recupero,
corregido y ampliado. Si la semana pasada decía ¡Adiós Madrid que te
quedas sin gente!, hoy recuerdo la miseria que se sufría por aquellos
años. En dos siglos he vivido; en el veinte los últimos cincuenta años,
el veintiuno lo he visto nacer y se terminó lo que se daba. Cuando
aparecí por los madriles, finalizaban los cuarenta tristes y miserables
de la posguerra y daban comienzo los cincuenta, tan austeros como
aquellos, en los albores del desarrollo y del «600».
Parece que
fue ayer. Madrid —millón y medio de habitantes. Ahora más de tres
millones—, al alba de un día de julio, con las restricciones eléctricas
habituales, todo comenzó. Hacía tan solo diez años que había terminado
la guerra civil, se dejaba sentir la gran represión política y social y
la recesión económica que dejó como herencia. La Segunda Guerra Mundial,
había terminado hacía cuatro años, dejando a su paso sesenta millones de
muertos, que se dice pronto.
La
Conferencia de Postdam en 1945, había condenado enérgicamente la
política de Franco, que sumió a España en un completo aislamiento
diplomático, por lo que los españoles no pudimos beneficiarnos del Plan
Marshall, que tanto favoreció a la reconstrucción de los países europeos
contendientes en la guerra mundial. Hasta 1952, España no empezó a
recuperar los niveles de vida que tuvo en 1935. Los Estados Unidos,
valoraron como muy positiva (ya lo había hecho Hitler) la situación
geoestratégica de la España atlántica y mediterránea y en su beneficio,
convinieron el pacto con la dictadura franquista y la instalación de sus
bases militares y hasta ahora.
Eran los años
del hambre, del estraperlo, de la escasez de los productos más
necesarios, del racionamiento, de las enfermedades contagiosas, de la
falta de agua, de las restricciones eléctricas, del empeoramiento de las
condiciones laborales, del frío y los sabañones. De la leche en polvo y
del queso amarillo-naranja americano. Las cárceles abarrotadas de presos
políticos y en las cunetas demasiadas fosas comunes, con hasta ciento
cuarenta mil desaparecidos represaliados.
Desde el
principio, fui titular de una cartilla de racionamiento, privilegio que
me aportaba semanalmente: cuarto litro de aceite, cien gramos de azúcar,
doscientos de jabón, un bote de leche condensada y cien gramos de
tocino. Dieta ideal para un niño, complementada con la «teta» de la
señora Matilde, vecina del bajo, que acababa de parir a Manolito, quien
fue mi amigo y desde entonces hermano de leche.
En casa
escuchábamos música española o concursos radiofónicos. «EAJ2 Radio
España de Madrid», Radio Madrid o ¡Radio Intercontinental, Madrid!
Coplas y más coplas en mis recuerdos: «el cordón de mi corpiño», «la
Zarzamora», «torre de arena» «la bien pagá», «Campanera», «el
emigrante», «vino amargo», «adiós España querida», «Antonio Vargas
Heredia» y «ay pena, penita», mucha pena. Tantas otras inmortales de los
maestros Quintero, León y Quiroga; y dos veces al día, «la generala»,
llamando al «parte» informativo de Radio Nacional de España.
En 1950, se
inauguró la I Feria Nacional del Campo, en la Casa de Campo, algo así
como una «Expo» de andar por casa. Pabellones de todas las regiones
españolas, exposiciones de ganado, productos de la tierra, folclore,
muchos bailes regionales y algunos regalos, como las gorras del flan
chino El Mandarín —chin, chin, el Mandarín—, que se recogían haciendo
interminables colas. Recuerdo haber paseado con mi padre (murió cuando
yo tenía ocho años) por la Gran Vía madrileña, viajando en los autobuses
de dos pisos. Entré por primera vez en una sala de fiestas «Teyma», que
estaba en los bajos del Palacio de la Prensa en Callao, donde mi padre
era maître, «la sala castiza de Madrid, con tres orquestas y grandes
atracciones», pero no vi a las coristas. Con mi madre, vestida de negro
luto, recorrí la pista de baile, camino de la oficina del «jefe», para
arreglar los papeles de viudedad y orfandad. Daba comienzo otra etapa de
mi vida.
Por cierto,
vivo en la misma casa en la que nací. Una calle en los arrabales del
barrio de Salamanca, detrás de lo que fue la Plaza de Toros hasta los
años treinta, donde murió el torero Granero, por una cornada en el ojo,
que le dio el toro «Pocapena del Duque de Veragüa». Jugábamos en la
explanada de tierra pisada donde estuvo; la llamábamos de forma original
«la plaza». Era fiesta, cuando instalaban la verbena, el «Circo
Americano», con los Hermanos Tonetti, los payasos más importantes de la
época. O el espectáculo que acompañaba a la «vuelta ciclista a España».
Luego construyeron el Palacio de los Deportes y todo fue diferente.
A principios
de los años cincuenta proliferaron por Madrid los barrios de chavolas.
Andaluces, extremeños y manchegos, huyendo de la miseria de la tierra,
en busca de trabajo, se instalaban en donde podían. También los rojos
represaliados que no tenían sitio en el Madrid oficial. Pozo del Tío
Raimundo, Palomeras, Entrevías, «la ciudad sin ley» en La Elipa baja y
en el «Arroyo Abroñigal» (por donde transcurrió la que fue llamada
avenida de la Paz y ahora circula la M-30), de ponzoñosas aguas que
desemboca en el Manzanares. Recuerdo visitar con mi madre a mi tío Pepe.
Vivía con su mujer y cinco hijos en las cuevas horadadas en la tierra,
junto al puente de Las Ventas del Espíritu Santo. La miseria se vivía,
se veía, se sentía y se sufría.
Mis primeros
años de vida se desarrollaron en un corto espacio de lugar, el barrio:
al norte, el Parque de la «Perona» (Eva Duarte de Perón); al sur, las
vías del tren de Arganda (cuando el viento traía el sonido del pito del
tren, es que iba a llover); al este, mi colegio, la Fuente del Berro,
las cuevas y el cementerio de la Almudena; y al oeste el Madrid inmenso
y entrañable. Y cines a porrillo, al que íbamos los jueves por la tarde,
a siete pesetas la entrada. Mi calle era popular como ninguna. Vivía
Lola Flores, los Tres de Castilla, ciclistas y boxeadores, actores,
cantantes, toreros y Jesús Gil, en su taller, el que dijera que es más
fácil salir de la cárcel que de pobre; y tenía razón.
Cuando murió
mi padre, ingresé en el colegio Santa Ana y San Rafael, de los
marianistas, filial de El Pilar, pero para pobres. No pagábamos nada y
nos daban los libros, Al terminar los estudios primarios, a los catorce
años, comenzó mi vida en el seno de la clase trabajadora. Botones, 350
pesetas de entonces al mes —2,10 euros de los de ahora—. Había terminado
mi infancia. ¡Qué tiempos!