Retomo
un recuerdo entrañable de mi niñez: un día de excursión, día de río, día
de sol a comienzos de agosto, con el verano a pleno rendimiento; un día
en el Manzanares, a su paso por El Pardo, junto al puente. Todo es
pasado. Recuerdos e ilusiones ¡Qué tiempos! Rafael Sánchez Ferlosio
escribió «El Jarama», que relata la trágica historia de un grupo de
jóvenes domingueros, que se escapan del calor de los madriles. Yo no
estuve en el Jarama, pero tengo recuerdos.
Más de
sesenta años han transcurrido. Se presentaba un día alegre y largo. Todo
empezaba días antes, cuando mi padre nos anunciaba la excursión y
quedábamos con otras familias vecinas. Nos juntábamos un regimiento
entre padres, madres, abuelos, tías y niños, muchos niños y niñas. Casi
no dormíamos desde que conocíamos la noticia. Tres días antes, las
madres se juntaban para decidir la comida que llevaría cada cual y
acudir al mercado de Torrijos para comprar los avituallamientos
necesarios. Yo siempre acompañaba a mi madre. En la pescadería, me
regalaban un cangrejo, de los negros, que como juguete vivo, me duraba
un par de días en el vivero de una caja de zapatos.
El
sábado todo eran preparativos. Había que buscar las tarteras, que luego
serían «fiambreras» y ahora han pasado a ser «tupperware». Bolsas,
bañadores, gorritos para el sol y el aceite protector a falta de cremas.
Ya conocen ustedes como era aquello: aceite de oliva, vinagre y sal, en
justas dosis, bien movido y en una botellita o frasquito de los del
jarabe. Algunos se hacían con una cámara de un neumático, negro
brillante, que haría las veces de «salvavidas».
El
domingo, madrugón. Las madres a preparar la comida: tortilla de patatas,
filetes empanados y ensalada, de postre melón o sandía, que pasarían el
día a la fresca, en el agua, junto al vino y la gaseosa, testigos de
nuestros baños. Los padres organizando sus cosas y las criaturas con la
ilusión pegada a las legañas del sueño. Nos juntábamos con el resto de
la expedición en la esquina de la lechería de Carmen. ¿Estamos todos?,
¡veinticinco! pues al Metro. Desde la estación de Goya hasta Argüelles,
y en Moncloa, junto al entonces Ministerio del Aire —antigua cárcel
modelo—, tomábamos la «camioneta» hasta El Pardo. Familias enteras
agolpadas en la cola. Conatos de coladura, para adelantar puestos,
gritos impidiéndolo, risas y palabras de aliento.
Todo no
podía salir bien. Yo me mareaba en los coches y en el autobús para no
ser menos. Los siete kilómetros de recorrido podían ser los peores de
una travesía, como si fuéramos de safari al Kilimanjaro. Muchedumbre en
el autobús, gente de pie, sentados hasta en las ventanillas, no me
extraña que alguno fuera en lo alto del techo, como en las «guaguas» de
las Antillas. Todo por llegar los primeros y escoger el mejor árbol, la
mejor sombra junto al río. Si había que pelear por ello, se peleaba.
¡Menudos éramos!
La
camioneta nos dejaba junto al palacio, que fue residencia de los
reyes de España hasta Alfonso XIII y luego del dictador desde 1940.
Durante la guerra había sido cuartel general de una división del
ejército republicano. Franco andaría en San Sebastián o en el Pazo de
Meirás; pero la «guardia mora», con sus turbantes, lanzas y a caballo,
custodiaba el recinto, desde donde el dictador, hoy lo se y me
estremezco, firmaba sentencias de muerte a mansalva y dirigía la
represalia de los vencedores contra los vencidos, de una guerra canalla
que el mismos había provocado.
De la
mano de mi padre, que hablaba con los hombres de sus cosas, en voz
queda, yo no entendía nada. Recordaban sus andanzas por los andurriales
de El Pardo, que estuvo ligado a la guerra y más concretamente a las
batallas de Madrid y de la carretera de la Coruña (noviembre-diciembre
de 1936 y enero de 1937). En el Monte de El Pardo, estuvo desplegado el
ejército republicano, que lo fortificó con trincheras, búnker, refugios
y minas, para evitar los ataques enemigos que pretendían tomar Madrid.
En el edificio contiguo al palacio, hoy cuartel de la guardia real, se
alojaron los miembros de la XII Brigada Internacional. Cuando el coronel
Casado, dio el golpe de estado contra el gobierno de la República
presidido por Juan Negrín (febrero-marzo de 1939), varias unidades
comunistas, tras días de lucha por el centro de Madrid, se replegaron en
el palacio de El Pardo. Disculpen la disquisición, pero no he tenido por
más que hacer memoria de lo que hoy conozco.
Caminando hasta el río, una caravana de domingueros, más parecida a la
de cabreros y vaqueros trashumantes, que cruzaban la sierra de Gredos,
por el puerto de Candeleda cada temporada, por la cantidad de
cachivaches que llevábamos encima, no faltaban ni los cencerros.
Cruzamos el puente, porque en la orilla derecha daba más sombra por la
tarde. Los rastreadores comenzaron la búsqueda del árbol de la vida, que
nos daría vida con su sombra, en un día de calor a 35 grados de los de
antes a la sombra, que podría llegar a ser insoportable, salvo por el
frescor del agua en los pies a cada rato.
Se
levantó el campamento en un santiamén: mantas extendidas en el suelo,
sábanas colgadas de los árboles para aumentar la sombra, la comida a
resguardo y la bebida ahogada. Los más intrépidos al agua, otros no
entrábamos ni con salvavidas. Todos untados, cual ensalada, con el
aceite de alivio, que pronto nos pondría como tomates fritos. Gritos,
risas, ahogadillas y salpicaduras de agua tibia, que había sido fría, en
su nacimiento, en las alturas de la sierra de Guadarrama, en el
Ventisquero de la Condesa, a 2010 metros de altura y hasta desembocar en
el Jarama.
Precisamente aquel domingo, en «El Jarama» (1955), ocurrió una tragedia.
Lo cuenta Sánchez Ferlosio en su novela. Unos jóvenes excursionistas de
Madrid, se instalan en una arboleda a la orilla del río. Mientras, en la
«Venta de Mauricio», en el medieval Puente-Viveros, los habituales
parroquianos beben, discuten y juegan a las cartas. Ferlosio relata los
hechos alocados, extrovertidos e irresponsables de la juventud en un día
de fiesta. Durante dieciséis horas se suceden los baños, la paella y los
primeros escarceos amorosos. Por la imprudencia del más lanzado, el
alcohol de la tarde y la «maldad del río», muere ahogada «Luci». Con la
guardia civil y el juez de guardia, termina la historia triste de un
domingo. Vuelta a casa, penas y «melancolías rotas».
En el
Manzanares, comida, siesta y larga digestión, antes de volver a los
juegos en el río. La tarde avanza, las sombras se echan y se deja sentir
el frescor de la sierra. Hay que recoger el campamento. Ahora cansinos,
con escozores en la espalda y el cansancio del día. Hay que volver a
tomar la camioneta, esperar las colas y soportar el bullicio, ahora
venido a menos. Sentado en el regazo de mi madre me quedo dormido.