Madrid ya
no es lo
que era.
En mis
tiempos de
niño, allá
por los
años
cincuenta,
cuando se
cometía un
crimen
Madrid se
conmocionaba.
Había
tiradas
especiales
de los
periódicos
matutinos
—ABC, Ya o
la Hoja
del Lunes—
y hasta de
los
vespertinos
—Informaciones,
Pueblo,
Madrid—.
Hoy
recordamos
a Jarabo;
un asesino
del
Régimen
Siguiendo
con los
recuerdos,
sobre
crímenes
ocurridos
en Madrid,
en lugares
frecuentados
por mi,
hoy
hablamos
del «caso
Morris» o
«caso de
los cuatro
asesinatos»;
el «crimen
de Jarabo».
Los
acontecimientos
ocurrieron
en mi
barrio,
entre las
calles
Lope de
Rueda y
Alcalde
Sainz de
Baranda.
Fue en el
verano de
1958
(entre
el 19 y
el 21 de
julio),
cuando
José María
Jarabo
Pérez-Morris,
de 35
años,
cometió un
cuádruple
asesinato,
dejando a
Madrid
horrorizada.
Si el
crimen fue
atroz
—cuatro
muertes a
sangre
fría, dos
hombres y
dos
mujeres,
una de
ellas
embarazada—,
el asesino
era de
postín, de
buena
familia,
alumno del
colegio El
Pilar,
todo un
señor,
elegante y
recriado
en Estados
Unidos.
Era
sobrino
del
entonces
presidente
del
Tribunal
Supremo,
Francisco
Ruiz
Jarabo,
que
después
sería el
ministro
de
justicia
de Franco.
Frente al
número 19
de Alcalde
Sainz de
Baranda,
uno de los
lugares
del
crimen,
vivía mi
compañero
de colegio
Emilio
Díaz.
Mirábamos
la tienda
de
compraventa
«Jusfer» e
imaginábamos
haber sido
testigos
presenciales
de los
asesinatos.
El día 21
de julio,
un día
antes de
mi
cumpleaños,
el dueño
de la
tienda,
Félix
López,
caía
muerto por
dos
balazos.
En la
cercana
Lope de
Rueda 57,
fueron
encontrados
tres
cadáveres:
Emilio
Fernández,
socio del
anterior,
su esposa
María de
los
Desamparados
Alonso,
muertos a
tiros y
Paulina
Ramos, la
sirvienta,
de una
puñalada
en el
corazón.
Jarabo era
un galán
de
película,
buena
pinta,
buenos
trajes,
dinero y
cuando no
lo tenía,
lo
aparentaba.
Alternaba
en el
Madrid de
los
cincuenta
como un
auténtico
potentado.
En Nueva
York,
había sido
condenado
a cuatro
años por
tráfico de
drogas y
pornografía.
Tras
cumplir la
condena se
afincó en
Madrid con
dinero de
mamá y
vivencias
del mundo
de la
droga, la
prostitución
y el
hampa, se
convirtió
en el rey
de la
noche.
Los hechos
probados,
según
sentencia
del
Tribunal
Supremo
fueron los
siguientes:
En el
verano de
1958, la
ciudadana
inglesa
Beryl
Martin
Jones
—casada y
amante de
José
María—, le
pide que
le
devuelva
el
brillante,
obsequio
de su
marido,
que le
había
entregado
para su
empeño. La
joya
estaba
valorada
en
cuarenta
mil duros
y Jarabo
había
obtenido
cuatro mil
pesetas.
Existía
una carta
con
detalles
personales
que ponían
de
manifiesto
la
relación
adúltera
entre
ambos, que
también
quería
recuperar.
Jarabo,
que no
tenía
dinero
para
recuperar
la misiva
ni lo
empeñado
en «Jusfer»,
trama un
plan
macabro.
El 19 de
julio, fue
al
domicilio
de Emilio
en Lope de
Rueda.
Abrió el
ascensor
con los
codos para
no dejar
huellas.
Paulina,
la criada
que está
sola, le
abre la
puerta y
le
acompaña
al salón.
José
María, que
ha
premeditado
todo y no
quiere
dejar
testigos,
la sigue a
la cocina
y la
golpea con
una
plancha en
la cabeza.
La
muchacha
trata de
defenderse
sin
conseguirlo;
un
chuchillo
de cocina
le parte
el
corazón. A
continuación
llega
Emilio, y
Jarabo,
escondido,
le dispara
en la
nuca.
Amparo, la
esposa de
Emilio,
llega a
casa más
tarde y se
encuentra
con
Jarabo,
que se
hace pasar
por
inspector
de
Hacienda.
La
simpatía y
labia del
asesino
intenta
calmar a
la señora
extrañada
de no
encontrar
ni a
Emilio ni
a Paulina.
Se da
cuenta de
que algo
pasa y
huye.
Jarabo la
atrapa en
su
dormitorio
y sin
mediar
palabra le
dispara en
la cabeza
produciéndole
la muerte
en el
acto.
Amparo
estaba
embarazada.
En la
vivienda
no
encontró
ni la
carta ni
la joya
que Jarabo
quería
recuperar.
Se cambió
la camisa
ensangrentada
y preparó
una escena
para que
diera la
impresión
de crimen
sexual.
Pasó la
noche en
la casa,
la mañana
en el cine
Carretas y
la tarde
en la
pensión de
la calle
Escosura
donde
vivía.
El
lunes 21,
muy
temprano,
Jarabo fue
a por
Félix
López en
la tienda
de Sainz
de
Baranda.
Entra con
la llave
robada en
la casa
del socio
y espera
su
llegada.
Sin darle
tiempo de
reacción,
le disparó
dos tiros
en la
nuca.
Jarabo
registró
la tienda
sin
encontrar
la joya ni
la carta y
se apodera
de varios
objetos.
Lleva el
traje
ensangrentado
a una
tintorería
de su
confianza,
«Julcán»,
en la
calle Orense.
Para
justificar
la sangre,
se inventa
una pelea
con unos
americanos
de la base
de
«Torrejón».
Toma unas
copas en
Chicote
toma unas
copas y
pasa la
noche con
dos
prostitutas.
Se habían
descubierto
los
cadáveres
y el dueño
de la
tintorería
había
avisado a
la policía
extrañado
de tanta
sangre en
el traje.
Al ir a
recogerlo,
el martes
por la
mañana,
Jarabo fue
detenido.
En la
Dirección
General de
Seguridad,
en la
Puerta del
Sol, con
desparpajo
y sangre
fría,
pidió que
le
subieran
comida del
restaurante
Lhardy
«para
todos»,
una
botella de
coñac
francés y
una
inyección
de
morfina.
Manifestó
que los
prestamistas
le habían
chantajeado:
«Yo no
quise
matar,
pero no
tuve más
remedio»,
dijo. Le
exigían
una
autorización
de la
dueña para
recuperar
la carta y
la joya
—ella ya
había
regresado
a
Inglaterra—,
subieron
el precio
de la
prenda,
amenazándole
con enviar
la carta
al marido,
si no
cumplía.
«Otro gran
servicio
de la
policía.
Jarabo se
confiesa
autor del
cuádruple
asesinato
cometido
en
Madrid»,
titulaba
La
Vanguardia
el 6 de
agosto de
1958.
«La
detención
de José
María
Jarabo,
fue un
caso claro
de
colaboración
ciudadana»,
según el
comisario
Viqueira,
que relata
la
investigación
en
ABC del 12
de mayo de
1985.
Jarabo fue
condenado
a cuatro
penas de
muerte,
aunque
solo pudo
ejecutarse
una. Todo
parecía
que serían
conmutadas,
pero
Franco se
dio por
enterado.
El 4 de
julio de
1959, un
año
después de
cometidos
los
crímenes,
en el
patio de
la cárcel
de
Carabanchel,
le dieron
«garrote».
Como era
un hombre
de
complexión
fuerte,
tardó
veinticinco
minutos en
morir, con
las
vértebras
del cuello
descoyuntadas,
tras cinco
vueltas de
tuerca.
Daniel
Sueiro
entrevistó
al verdugo
en su
libro
Los
verdugos
españoles:
«Era un
jabato así
de alto,
105 kilos
pesaba. No
paró de
beber
güisqui y
fumar; en
ningún
momento de
la noche
se quitó
la
corbata.
Llevaba
una
colonia
que debía
de valer
un
dineral. A
las cinco
oyó misa y
comulgó.
Sabiendo
que iba a
morir, se
puso los
dientes de
oro».
Un día de
aquellos,
paseando
con mi
madre
cerca de
Las
Salesas,
vimos un
andamio de
obras
junto al
Palacio de
Justicia.
Mi madre,
siempre
decidida,
preguntó
al guardia
muy
educada:
Oiga, ¿es
aquí donde
van a
matar a
Jarabo? y
el guardia
gris
y seco, le
contestó:
no señora.