Hace unos
años,
publiqué
algunas
historias,
sobre
crímenes
ocurridos
en Madrid,
que ahora
recupero.
Crímenes
en los que
participé;
bueno,
enriéndaseme,
crímenes
que se
cometieron
en lugares
frecuentados
por mí, en
mi barrio
y por
personas
que de una
u otra
forma
conocía.
Recuerdo
el «caso
Morris» o
«caso de
los cuatro
asesinatos»
o «crimen
de Jarabo»,
que
ocurrió en
la calle
López de
Rueda y
Alcalde
Sainz de
Baranda,
enfrente
de donde
vivía mi
compañero
de colegio
Emilio.
También el
«crimen
del baúl»,
en la
calle
Hermosilla,
cerca del
Paseo de
Ronda (hoy
Doctor
Esquerdo),
que yo
frecuentaba
con mi
madre,
pues allí
vivía otro
compañero.
Incluso
publiqué
aquel que
creo
ocurrió:
el de «la
muerte de
un
torero».
Hoy
recuerdo
otro que
si se
cometió
Los
arrabales
del barrio
de
Salamanca,
en donde
nací,
lindan con
el de
Ventas,
por el
Paseo de
Ronda.
Unos
cientos de
metros más
al este,
saltando
el arrollo
Abroñigal
y
escalando
la
carretera
de Aragón,
se llega a
San Blas,
barrio
obrero,
construido
a
principio
de los
años
sesenta,
hoy
protagonista
de esta
historia.
El
Abroñigal,
que de río
pasó ha
llamarse
avenida de
la Paz, de
los 25
años, y
hoy Calle
30 o M-30,
siempre ha
sido una
frontera
social y
económica;
yo diría
que hasta
política.
Yo he
vivido en
sus dos
lindes.
Corriendo
el mes de
agosto,
del
treinta
año
triunfal
de la
España
«invicta»
—año 1969
de nuestra
era—, tras
haber sido
cautivo y
desarmado
el
Ejército
Rojo y
alcanzado
las tropas
nacionales
sus
últimos
objetivos
militares
en 1939,
todavía se
dejaban
notar las
represalias,
por el
gran
número de
encarcelados
y por la
miseria de
sus
familias.
En un
descampado
del barrio
de San
Blas,
cerca del
ambulatorio
medico de
García
Noblejas,
se cometió
un crimen
pasional.
Un hombre
había mató
a su
amante,
otro
hombre, de
17
puñaladas.
Los celos,
le habían
hecho
perder la
cabeza:
«quería
abandonarme»,
dijo, y lo
asesinó,
con
premeditación,
alevosía,
nocturnidad
y
ensañamiento.
El asesino
convicto y
confeso,
era
hermano de
una amiga
de mi
madre, por
lo que la
historia
la viví,
como si
hubiera
sido
testigo de
los
hechos,
¡otro
asesinato
en mi
entorno!
El asesino
estaba
casado
—parece
ser que no
tan feliz
como se
apreciaba—
y tenía
dos hijas
de corta
edad. Era
propietario
de un
puesto de
frutas y
verduras
en el
mercado de
la Cebada
de Madrid
y algunos
días,
acudía a
ayudar a
su cuñado,
propietario
de un bar
en Sancho
Dávila,
cerca de
la Plaza
de toros
de Las
Ventas.
Un
domingo,
tras la
corrida de
toros, se
presentó
en el bar
Francisco
Fernández
Fontecha,
con el fin
de esperar
a que
Gregorio
García
Gámez
terminara
su jornada
de trabajo
y salir a
tomar algo
juntos.
Sobre las
21:00
horas
Gregorio
dio por
terminado
su trabajo
y se
despidió
de su
cuñado, el
dueño del
bar.
Aprovechando
un
descuido
de todos,
Gregorio
se apoderó
de un
cuchillo
de cocina
de grandes
dimensiones
y lo
ocultó en
la
chaqueta.
No parece
que
llevara
buenas
intenciones.
Ambos
hombres,
Gregorio y
Francisco,
Francisco
y
Gregorio,
eran
considerados
amantes
ocasionales,
aunque
Gregorio
tenía a
Francisco
como de su
propiedad.
No
consentía
la
separación
que
Francisco
le había
anunciado
unos días
antes. Con
ánimo de
hablar
y aclarar
sus
diferencias,
se
dirigieron
en el
autobús de
la EMT,
línea 28,
hasta el
final de
la calle
García
Noblejas,
donde se
apearon y
se
dirigieron
al
descampado
que había
cerca del
ambulatorio
médico.
Allí se
produjo
una
discusión,
parece ser
que
acalorada.
Francisco
insistió
en que
quería
dejar la
relación
amorosa.
Gregorio
no lo
consintió:
«o eres
mío o de
nadie»,
llegó a
decir.
Según
quedó
probado en
el juicio,
Gregorio
no aceptó
que
Francisco
lo
abandonara,
y tras una
fuerte
discusión,
«preso de
locura»,
sacó el
cuchillo
que
ocultaba
de forma
premeditada
y empezó a
acuchillarle,
contándose
hasta 17
puñaladas
en el
fallecido.
Había
perdido la
razón.
Tres de
las
puñaladas
fueron
mortales
de
necesidad.
El amante
quedó
tendido
sin vida
en el
suelo del
descampado.
Y el amado
despechado,
presa de
una gran
excitación,
se dirigió
al bar
propiedad
de su
hermana
Cloti, en
la calle
José Luis
de Arrese
en el
barrio de
La Elipa.
Una vez
allí,
dijo: he
matado a
un hombre
y comenzó
a sollozar
sin
consuelo.
Tras un
primer
desconcierto,
llamaron a
la
policía, y
denunciaron
los
hechos.
Miembros
de la
Brigada de
Investigación
Criminal,
se
personaron
en el bar,
procediendo
a la
detención
de
Gregorio.
Se
encontró
el
cadáver,
dijeron
que «sin
vida»,
donde el
asesino
había
indicado,
junto con
el arma
asesina.
Los celos
del amor,
la
obcecación
y el
machismo
posesivo
pudieron
con todo.
Lo que
entonces
fue un
crimen
pasional,
hoy es un
acto de
terrorismo
machista,
siempre
injustificable,
contra la
libertad
de
relación.
—Diga
usted si
es cierto
—le
preguntó
el
representante
del
ministerio
público—,
qué el día
tantos de
tantos de
mil
novecientos
tantos, en
la más
absoluta
oscuridad,
en un
descampado,
en el
barrio de
San Blas,
al que
acudió de
forma
premeditada,
y tras una
acalorada
discusión,
sacó el
cuchillo
que
llevaba
oculto y
le asestó
a
Francisco
hasta 17
puñaladas,
con la
intención
de
producirle
la muerte.
—Si —Dijo
el
acusado—
—No tengo
más
preguntas
señoría.
El
criminal,
con
algunos
atenuantes
apreciados,
fue
condenado
a quince
años y un
día de
prisión,
de los que
cumplió
algo más
de siete.
No volvió
al puesto
del
mercado de
La Cebada,
pero si
mantuvo
relación
con su
familia,
especialmente
con sus
hijas y
hermanos,
quienes le
estuvieron
visitando
durante la
condena en
la cárcel
de
Carabanchel.
Su mujer
nunca le
perdonó el
engaño y
no volvió
a tener
relación
con él.
Años
después,
un día 24
de
septiembre,
día de la
Merced,
patrona de
los
presos,
organizado
por la
Dirección
General de
Instituciones
Penitenciarias,
en la
cárcel de
Carabanchel,
participé
en un
festival
de
variedades.
Junto con
cantantes,
cómicos y
bailarinas,
yo,
mago-ilusionista,
presenté
mi número
de
fantasía.
Después de
actuar, un
preso, con
el permiso
de los
funcionarios,
se dirigió
a mí, muy
educado y
me
preguntó:
— ¿Eres
Víctor, el
hijo de la
señora
Felisa?;
soy
Gregorio,
el hermano
de Cloti.