En estos días se debate sobre la necesidad de
enmendar, reformar o
cambiar la Constitución, como defendemos algunos.
Diferentes posturas, propuestas y alternativas se dan entre los
partidos políticos y sus dirigentes; todo un festín de declaraciones.
Todo un ¡Viva La Pepa!, como era conocida la Constitución de 1812 que
poco recorrido tuvo. Tiempos convulsos corrían y el rey «felón» se
encargó de desbaratarlo todo. De otra parte, un 9 de diciembre de 1931
−se han cumplido 86 años−, las Cortes Constituyentes aprobaron la
Constitución de la República, que fue la más avanzada de su tiempo.
¡Viva la Pepa!, gritaban los liberales
españoles, para mostrar su adhesión a la
Constitución de Cádiz. Hoy vemos que no era
tan liberal como parecía. La fecha de promulgación de la Constitución,
19 de marzo de 1812), venía a homenajear a Fernando VII, en el cuarto
aniversario de su llegada al trono en 1808. El rey estaba cautivo en
Francia, y en su nombre, sancionó la Constitución la Regencia del
Reino nombrada por las Cortes. Cuando retorna a España establece la
monarquía absoluta y declara nula y sin efecto toda la obra de las
Cortes de Cádiz. Recupera el poder y lo hace con todas las
consecuencias, destruyendo el régimen constitucional a sangre y fuego.
Las
Cortes de Cádiz promulgaron la primera
Constitución de la monarquía española. La primera constitución
«liberal» de la monarquía, hasta entonces absoluta. Se definía a la
nación como la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios y
como españoles a todos los hombres libres nacidos y avecindados en los
dominios de las Españas. Se dice que con la aprobación de la
Constitución gaditana, los españoles dejaron de ser súbditos para
convertirse en ciudadanos, pero es mucho decir. Mantenía la monarquía
como sistema de gobierno, consagrando la religión católica como la
oficial del Estado.
El artículo
14 declaraba que «la Nación española es una Monarquía moderada y
hereditaria». La potestad de hacer las leyes residía en las Cortes con
el Rey, y a éste se le otorgaba la potestad de hacer ejecutarlas (rey,
legislador, jefe de estado y presidente de gobierno). También decía
que la «persona del Rey es sagrada e inviolable» y que no quedaba
sujeta a responsabilidad. El reino de las Españas era
indivisible; la sucesión al trono hereditaria, por el orden regular de
primogenitura y representación entre los descendientes legítimos,
varones y hembras, lo que dio lugar a tres guerras Carlistas por la
sucesión al trono; pero a Fernando VII nada le valió.
Era una
Constitución «democrática», pero no todos tenían los mismos derechos a
la hora de votar. Establecía unas Cortes unicameral, con diputados
elegidos por Juntas provinciales, elegidas a su vez por sufragio
universal masculino (aquí si se excluía a las mujeres). Quedaban fuera
del sistema electoral: los «servidores domésticos« y en los
territorios de América, los criados y los negros. Precisamente el
artículo 25 estipulaba que el ejercicio de los derechos quedaba en
suspenso: «Por el estado de sirviente doméstico» y «Por no tener
empleo, oficio o modo de vivir conocido». Las mujeres, las clases
inferiores y los negros, quedaban fuera del sistema democrático.
No podemos dejar pasar otro acontecimiento
constitucional de primer orden. Tras la proclamación de la República
el 14 de abril, era necesario aprobar una nueva ley de leyes
republicana y democrática, que identificara al nuevo régimen, surgido
de las urnas y por la voluntad popular. Tras acalorados debates y con
la dimisión de Alcalá Zamora, las Cortes Constituyentes aprobaron el
9 de diciembre de 1931 la Constitución de la República española,
que fue la más avanzada de su tiempo.
La
Constitución de 1931 rompe con la tradición bicameral y elimina el
Senado. El Congreso sale reforzado con la facultad de destituir al
Jefe del Estado, que es elegido de forma mixta: por los parlamentarios
y a través de compromisarios elegidos por sufragio universal; de esta
forma, el Presidente de la República, era responsable ante el
Parlamento y ante los electores. La República se declaraba laica,
garantiza la libertad de culto, prohíbe a las órdenes religiosas
ejercer la enseñanza y desvinculaba al Estado de la financiación de la
iglesia. Esto significó una ruptura radical y un foco de tensión, en
un país donde el altar era tan importante como el trono. Más tarde se
lo cobraron bien.
Una de las
novedades que le confieren su rasgo más democrático, es el
reconocimiento del sufragio universal, incluyendo a las mujeres; y el
derecho de voto a todos los ciudadanos de más de 23 años. Estos
preceptos supusieron una auténtica revolución. Se avanzaba hacia el
auténtico sufragio universal. La Constitución reconocía la libertad
religiosa, de expresión, reunión, asociación y petición; el derecho de
libre residencia, de circulación y elección de profesión;
inviolabilidad del domicilio y correspondencia; igualdad ante la
justicia; protección a la familia, derecho al divorcio, al trabajo, a
la cultura y la enseñanza. Se suprimía los privilegios de clase social
y de riqueza; y se abría la posibilidad de socialización de la
propiedad y principales servicios públicos.
La
Constitución de 1812 y su régimen llevaban el germen de su destrucción
y renacimiento: se restauraba la monarquía en la persona del rey
Borbón, Fernando VII (padre de Isabel II, madre de Alfonso XII, abuela
de Alfonso XIII, abuelo del llamado rey emérito y tatarabuelo de
Felipe VI). El Deseado, el rey felón, era una persona sin
escrúpulos, vengativo y traicionero, que nada más poner el pie en
España «se vio que hollaba» (se lamentaba Modesto Lafuente).
Restableció el absolutismo anterior a 1812; derogó la Constitución, y
persiguió a quienes la apoyaban, con violencia y represión.
No fue hasta el 11 de febrero de 1873, cuando
Las Cortes proclamaron la
Primera República Española que rigió España
hasta el 29 de diciembre de 1874, cuando con el pronunciamiento del
general Martínez Campos, comenzaba otra restauración de la monarquía
borbónica. La efímera y agitada República, que tras la abdicación de
Amadeo de Saboya, pretendió cubrir un vacío de poder, no tuvo las
necesarias bases políticas, sociales y económicas que la sustentaran.
El carácter reformista y el proyecto de estructura federal del Estado
no pudieron consolidar un nuevo régimen político que fue engullido por
sus propias tensiones internas entre centralistas y federales, los
problemas económicos, la sublevación cantonalista y las guerras
carlista y cubana.
La
República en España tiene su sino, pero persistiremos, «La República,
esa sublime locura que acaba con los privilegios, que considerando a
todos los hombres iguales, les hace abrazarse como hermanos, y que
reconociendo su libertad, les da derecho a gobernarse por sí mismos»
(Blasco Ibáñez). Se refería a la Primera República, pero vale para la
Segunda y la Tercera por venir, porque si la de 1978 pudo servir, que
levantó ilusiones y esperanzas, hoy hace aguas.