Esta
historia imposible, o no, fue publicada el 20 de agosto de 2012 en
Diario Progresista (anterior etapa) y aparece en el libro «Reflexiones
republicanas», Cultiva Libros 2013. En éste tórrido verano recupero el
relato y lo actualizo.
Los
acontecimientos tenían desolada y desorientada a toda la población.
Los representantes políticos de todo signo, sindicales, empresariales
y sociales, junto con la cúpula de la Conferencia Episcopal,
encabezados por el Gobierno de la Nación y perseguido por la
oposición, no paraban de hacer propuestas y declaraciones de todo
tipo: descabelladas, sensatas, posibles, imposibles y hasta sublimes y
santas hubo.
En las
tertulias y debates parlamentarios se argumentó sobre Viriato, El Cid,
los Reyes Católicos y hasta sobre don Pelayo, como precursores de
tanto desafuero. Lo cierto es que una crisis de envergadura, tenía en
jaque a la Constitución, a la Monarquía y a hasta a la propia
existencia identitaria de España, por los sucesos independentistas en
Catalunya, con presos políticos incluidos.
No sin
estrépito político y demanda social, se había producido la abdicación
del Rey en su primogénito hijo el Príncipe de Asturias. Las continuas
caídas reales, trompazos y trompicones; sus cacerías de animales y
amistades peligrosas, no le habían dejado otra alternativa. España
contaba con el primer Rey constitucional tras la proclamación de la de
1978. La monarquía salvaba su continuidad con Felipe de Borbón y
Grecia, casado con Letizia Ortiz de Roca Solano, Reyes de España por
la gracia del Título Segundo de la Constitución. Jefe de Estado sin
que nadie le hubiera elegido.
Todo
sucedía como estaba previsto. Hasta el trágala de los republicanos,
que tras innumerables debates, comunicados y manifiestos, habían
terminado con la aceptación de Felipe como Rey; como «el rey
republicano» le definieron. Más dura había sido la posición de la
derecha tramontana, que reivindicaban a don Luis Alfonso unos y a don
Carlos Javier II otros. Los menos pregonaban un modelo de Estado en el
que no encajaba la Monarquía hereditaria. En estas estábamos cuando
todo volvió a conmocionarse.
El
helicóptero de las fuerzas armadas, pilotado por el nuevo Rey, en su
desplazamiento a Torrejón, para dirigirse a Marruecos en su primer
viaje oficial, sufre un accidente, a la altura de San Sebastián de los
Reyes. No hay supervivientes. Quedó demostrado que todo había sido un
accidente. En poco menos de un mes, las caídas habían dejado a España
sin dos reyes; y a la Infanta Leonor heredera del trono desde su
nacimiento.
Como la
Infanta doña Leonor no iba a tener la oportunidad de tener ningún
hermanito de su señor padre, cumpliendo el protocolo, las Cortes
Generales, en Sesión Extraordinaria, proclamaron a la niña Reina y a
su excelsa madre Regenta. Sobre este último nombramiento se armó la
Dios es Cristo; al ser la Regenta, como era conocido, procedente
de clase popular, experiodista, exprogresista, exdivorciada y no sé
cuantas otras ex más; además de nacida en la cuna de las revoluciones
obreras en España. Fue demasiado para ellos.
Todo
parecía haber cobrado sosiego, cuando pasados unos días, estando yo
escribiendo mi habitual columna semanal para la prensa digital, en el
bar de debajo de casa, oigo ruido de sables, vocerío obsceno y
cristales rotos. Aparecieron, como estampida de elefantes en
cacharrería ajena, un grupo de gente, vistiendo camisas blancas con
franjas rojas y gualdas y cuatro tibias cruzadas, a modo de Cruz de
Borgoña en el pecho. Nos obligaron a tumbarnos en el suelo, y
amenazándonos con sus armas automatizadas nos leyeron un manifiesto.
En grandes
líneas, es decir en resumen, proclamaban la Tercera República
Española, avalada por los Estados Unidos de América del Norte, el
Vaticano y algún otro país de Oriente colonizado. Sonaron tambores y
fanfarrias, procedente de la televisión −me recordaron a la banda del
Circo Americano que tantas veces escuché de niño−. Mariano Rajoy,
vestido de gris marengo, con cara de circunstancias –no era para
menos−, ojo extraviado, serio y estirado, se dirigía al pueblo español
como Primer Presidente de la República recién proclamada.
Una España,
Extensa y Unida, quedaba constituida por veintisiete Estados
Federados, que eran las diecisiete Comunidades Autónomas conocidas,
más Valladolid, León y Palencia, Córdoba y Sevilla, Móstoles y
Alcorcón, junto con las Islas Cies, que se habían independizado, en
calidad de Naciones Históricas Federadas –parece ser que los cantones
de Cartagena y Málaga no llegaron a tiempo para registrarse, pero
fueron−. La bandera roja y gualda, había sido sustituida por la
conocida bandera de franjas multicolores y veintisiete estrellas de
oro. El Viva España de Manolo Escobar, convertido en himno popular,
que no oficial, ponía el fondo tragicómico al discurso del Presidente
que anunciaba «una ruptura constitucional, un cambio de régimen, con
su mandato y con el consentimiento de los suyos» (no se si dijo sin
mandato ni consentimiento; los nervios del momento, los míos,
supongo).
En fin, los
republicanos habíamos conseguido la Republica: pero no era esa; no era
esta.