Manuel Azaña murió en el
exilio en Montauban,
Francia, el 4 de noviembre,
hace ahora ochenta años. En
estos días se le está
recordando y haciéndole
homenajes, a quien fuera,
diputado en Cortes por
Valencia, Vizcaya y Madrid,
ministro de Guerra,
Presidente del Consejo de
Ministros y Presidente de la
República entre 1936 y 1939.
El
Congreso ha homenajeado al
expresidente de la República
española Manuel Azaña. La
presidenta de la Cámara,
Meritxell Batet, ha situado
la figura del político e
intelectual republicano en
el terreno del consenso y de
la reconciliación: "En
la actualidad hay mucha
dificultad para encontrar
referentes políticos, pero
esas figuras existen".
En el consenso buscado por
el Congreso en torno a la
figura de Azaña no ha
participado Vox. La
presidenta en su
intervención se refrió a
Azaña como "un hombre de
reconciliación". Lo fue
siempre en defensa de la
integración y de la fuerza
de la convicción frente a la
exclusión y el exterminio
del contrario. Y lo fue
especialmente en sus últimos
años ante la tragedia de la
Guerra y la amargura del
exilio, dos realidades que
vivió íntima y trágicamente.
Me sumo al homenaje,
retomando un artículo que
publiqué en 2015: "Azaña y
la cuestión religiosa, que
es política" (revisado y
aumentado), sobre un tema
del que don Manuel era
especialmente sensible y que
en estos días cobra
actualidad.
Manuel Azaña, fue
considerado martillo de
creyentes, cuando era una
persona moderada, de firmes
convicciones morales,
democráticas y republicanas.
Dejó notar su postura sobre
la religión en el debate
constitucional abierto en
1931, que pretendía dar una
solución a la "cuestión
religiosa", siguiendo los
principios del laicismo
liberal, estableciendo la
absoluta separación de la
Iglesia y el Estado. El
anteproyecto, fue rechazado
por la Iglesia y por la
mayoría de los partidos
republicanos de izquierda y
socialistas, por distintas
razones. Fue Azaña, a la
sazón ministro de la Guerra,
quien suavizó el texto y
consiguió aglutinar a los
partidos de centro-derecha y
de izquierdas, quedando
fuera del consenso por
voluntad propia la derecha y
la monárquica católica.
Uno de los ejes del
reformismo republicano era
la secularización política y
social, así como superar la
tradicional identificación
entre el Estado y la Iglesia
católica, elemento
legitimador de la Monarquía
de Alfonso XIII. El nuevo
orden debía amparar la
libertad de conciencia y de
cultos y que el clero
católico perdiera los
privilegios ancestrales que
les garantizaban una
ventajosa situación en el
orden económico, político y
social. La Iglesia estaba
presente en todos los
ámbitos de la vida social,
que el concordato de 1851 y
la Monarquía restaurada le
había entregado: cárceles,
hospitales, cuarteles,
cementerios, sacralización
de espacios públicos, moral
pública y privada, y los
colegios de primera y
segunda enseñanza. La
situación que se pretendía
resolver, no se resolvió,
sino que se agravó. La
izquierda republicana y
socialista, impusieron su
modelo anticlerical radical.
La derecha católica,
monárquica, integrista y
antirrepublicana, se lo
cobraron con creces. En la
actualidad, esa misma
derecha, que ahora ostenta
el poder, pretende imponer
su modelo, con la religión
como protagonista.
El desacuerdo que se ofrecía
en el debate de la comisión
constitucional, se resolvió
con la intervención de
Manuel Azaña en el pleno del
Congreso, en el que
pronunció la famosa frase
"España ha dejado de ser
católica", refiriéndose a
que el catolicismo, había
dejado de ser el principal
elemento aglutinador de la
cultura española y tenía que
establecerse la completa
separación entre la Iglesia
y el Estado. No sabía lo que
se avecinaba ni lo que nos
quedaría por ver y sufrir.
No es que España hubiera
dejado de ser católica, sino
que fue bandera en la guerra
que se avecinaba y cartel
durante los cuarenta años de
dictadura. Parece que no ha
pasado el tiempo, pese a
que, como reza el artículo
16.3 de la Constitución,
"Ninguna confesión tendrá
carácter estatal",
garantizándose "la libertad
ideológica, religiosa y de
culto de los individuos y
las comunidades". Tampoco la
Constitución de 1978 ha
resuelto la cuestión.
Para Manuel Azaña el
problema político consistía
en organizar el Estado,
adecuándolo a la nueva
situación histórica, sin
olvidar que el Estado tiene
la obligación de respetar la
libertad de conciencia, pero
también "el deber de poner a
salvo la República y el
Estado". No apoyó el texto
de la ponencia, que suprimía
las órdenes religiosas. en
su lugar propuso la
limitación de sus
actividades, incluida la
prohibición de ejercer la
enseñanza y disolución de la
orden de los jesuitas.
Posteriormente se incorporó
una propuesta socialista,
por la que la partida del
presupuesto destinada al
clero desaparecería en el
plazo de dos años. Manuel
Azaña explicó, que "en el
orden de las ciencias
morales y políticas, la
obligación de las órdenes
religiosas católica", en
virtud de su dogma, es
enseñar todo lo que es
contrario a los principios
en que se funda el Estado
moderno». Esa fue la razón,
por la que se opuso a que
las órdenes religiosas
ejercieran la enseñanza, en
defensa de la República y
por cuestión de salud
pública.
Los
artículos 26 y 27 de la
Constitución de 1931,
se aprobaron con 178 votos a
favor y 59 en contra. Los
votos favorables fueron de
socialistas, republicanos de
izquierda y del Partido
Republicano Radical. El
Republicano Progresista
−antigua derecha liberal de
Alcalá-Zamora y de Maura−,
la derecha católica y los
monárquicos votaron en
contra. Cómo sería la cosa,
que la votación provocó una
crisis política. El
presidente del Gobierno
Provisional Niceto
Alcalá-Zamora y otros
ministros, presentaron su
dimisión, al estar en
completo desacuerdo con el
texto aprobado. Esta
situación hizo que Manuel
Azaña Díaz, fuera elegido
nuevo presidente del
Gobierno Provisional de la
República.
No todo fue pacífico en el
proceso y ya venía de lejos.
El domingo 10 de mayo de
1931 se inauguraba en Madrid
un Círculo Monárquico, donde
sonaron los acordes de la
marcha real. En la calle de
Alcalá había manifestantes
republicanos, que
entendieron los sones como
provocadores. Entre unas
cosas y otras, dimes,
diretes y bulos interesados,
se dirigieron hacia el
edificio del diario
monárquico ABC con violentas
intenciones. La Guardia
Civil evitó el asalto, pero
con tal contundencia que
murieron dos personas y
multitud de heridos. Todo
contribuyó al máximo
despropósito. Grupos de
incontrolados incendiaron
nueve iglesias. Antes de que
el muy católico y liberal
gobierno de Alcalá Zamora
declarase el estado de
guerra en Madrid, los
disturbios se habían
extendido a Málaga, Sevilla,
Córdoba, Cádiz, Alicante,
Valencia y otras ciudades.
Estos acontecimientos y las
actividades
antirrepublicanas del
cardenal Segura y otros
prelados, produjeron la
radicalidad de las partes en
el debate parlamentario.
Una vez aprobada la
Constitución el 9 de
diciembre de 1931, el
gobierno
republicano-socialista,
presidido por Azaña,
promulgó una serie decretos
y nuevas leyes, para hacer
efectiva la aconfesionalidad
del Estado y permitir que
éste asumiera las funciones
administrativas y sociales
que la Iglesia católica
había desempeñado: se
secularizaba los
cementerios, que pasaron a
ser propiedad de los
ayuntamientos; ley de
divorcio que sentaba el
principio de disolución del
contrato matrimonial era una
potestad del Estado no de la
Iglesia; reforma del sistema
educativo; y la ley de
Congregaciones, por la que
se disolvía la orden de los
jesuitas y nacionalizaba
parte de sus bienes.
La
curia no se hizo esperar.
Cardenales y obispos,
encabezados por el cardenal
primado Gomá y Tomás, hacían
pública una carta episcopal
que consideraba la ley «un
duro ultraje a los derechos
divinos de la Iglesia», y
llamaban a la movilización
de los católicos. Hasta el
papa de Roma, Pío XI, hizo
pública la
encíclica Dilectisima Nobis,
en la que se condena el
«espíritu anticristiano» del
régimen español, afirmando
que la Ley de Congregaciones
«nunca podrá ser invocada
contra los derechos
imprescriptibles de la
Iglesia», y también llamaba
a la movilización contra la
República.
El gobierno elaboró un plan
para acoger en la red
pública a los alumnos de
Segunda Enseñanza y los de
Primaria, que cursaban sus
estudios en colegios
religiosos. El plan preveía
7.000 nuevas escuelas,
10.000 maestros y 20 nuevos
institutos de Bachillerato
para finales de 1933. Todo
fueron inconvenientes. Los
ayuntamientos gobernados por
la derecha monárquica y
católica, no colaboraron ni
ofrecieron solares ni
locales para las nuevas
escuelas. Muchos padres en
el medio rural, se negaban a
la coeducación y reclamaban
clases separadas para niñas
y niños. Finalmente no se
produjo el cierre de los
colegios como estaba
previsto. El nuevo gobierno
surgido de las elecciones de
noviembre de 1933, suspendió
la aplicación de la ley.
Daba comienzo el bienio
conservador o «bienio
negro». Habría que esperar
al Frente Popular tras las
elecciones de 1936, para
recuperar la política de
secularización del Estado.
La aconfesionalidad del
Estado y la política
secularizadora del gobierno
republicano-socialista
presidido por Azaña,
favoreció el nacimiento de
la Confederación Española de
Derechas Autónomas (CEDA),
presidido por Gil Robles,
con discurso ideológico y
recursos organizativos de la
Iglesia. Aglutinaba a las
oligarquías del antiguo
régimen y a miles de
agricultores, dirigidos
políticamente por miembros
de la clase media urbana
conservadora, que se sentían
perjudicadas por las
políticas reformistas. Veían
con horror el laicismo del
Estado y con miedo a la
clase obrera organizada.
Manuel Azaña, en su discurso
en las Cortes el 13 de
octubre, declara que un
nuevo modelo de Estado trae
consigo la organización
adecuada a la nueva
situación. No cree que se
trate de un problema
religioso, puesto que la
religión solo tiene su
origen en la conciencia de
cada persona. Cree que el
problema es político, porque
la Iglesia no podrá utilizar
al Estado para llevar a cabo
su misión.
España
ha dejado de ser católica
según la Constitución y el
Estado, que en otro tiempo
actúo en favor de la
Iglesia, ahora debe actuar
de otra forma. No importa el
número de católicos que
existan, porque la religión
debe quedar reducida a la
conciencia personal de cada
cual. La aprobación de
Constitución republicana,
supuso una polarización en
el Parlamento y en la
sociedad.
La Constitución de 1978
no resolvió la cuestión y
hoy algunos siguen
utilizando a la religión
para imponer creencias y
convicciones.
La cuestión religiosa, que
es política, lleva en España
presente demasiado tiempo,
sin visos de solución. Pese
al "España ha dejado de ser
católica" de Azaña, lo
cierto es que la religión
sigue estando presente.