Capítulo I: Burgueses y
proletarios
Toda la historia de la sociedad humana,
hasta la actualidad, es una historia de luchas de clases.
Libres y esclavos, patricios y plebeyos,
barones y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en
una palabra, opresores y oprimidos, frente a frente
siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada
unas veces, y otras franca y abierta, en una lucha que
conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria
de todo el régimen social o al exterminio de ambas clases
beligerantes.
En los tiempos históricos nos encontramos a
la sociedad dividida casi por doquier en una serie de
estamentos, dentro de cada uno de los cuales reina, a su
vez, una nueva jerarquía social de grados y posiciones. En
la Roma antigua son los patricios, los équites, los
plebeyos, los esclavos; en la Edad Media, los señores
feudales, los vasallos, los maestros y los oficiales de
los gremios, los siervos de la gleba, y dentro de cada una
de esas clases todavía nos encontramos con nuevos matices
y gradaciones.
La moderna sociedad burguesa que se alza
sobre las ruinas de la sociedad feudal no ha abolido los
antagonismos de clase. Lo que ha hecho ha sido crear
nuevas clases, nuevas condiciones de opresión, nuevas
modalidades de lucha, que han venido a sustituir a las
antiguas.
Sin embargo, nuestra época, la época de la
burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos
antagonismos de clase. Hoy, toda la sociedad tiende a
separarse, cada vez más abiertamente, en dos grandes
campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la
burguesía y el proletariado.
De los siervos de la gleba de la Edad Media
surgieron los “villanos” de las primeras ciudades; y estos
villanos fueron el germen de donde brotaron los primeros
elementos de la burguesía.
El descubrimiento de América, la
circunnavegación de África abrieron nuevos horizontes e
imprimieron nuevo impulso a la burguesía. El mercado de
China y de las Indias orientales, la colonización de
América, el intercambio con las colonias, el incremento de
los medios de cambio y de las mercaderías en general,
dieron al comercio, a la navegación, a la industria, un
empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento
revolucionario que se escondía en el seno de la sociedad
feudal en descomposición.
El régimen feudal o gremial de producción
que seguía imperando no bastaba ya para cubrir las
necesidades que abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar
su puesto la manufactura. Los maestros de los gremios se
vieron desplazados por la clase media industrial, y la
división del trabajo entre las diversas corporaciones fue
suplantada por la división del trabajo dentro de cada
taller.
Pero los mercados seguían dilatándose, las
necesidades seguían creciendo. Ya no bastaba tampoco la
manufactura. El invento del vapor y la maquinaria vinieron
a revolucionar el régimen industrial de producción. La
manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna, y
la clase media industrial hubo de dejar paso a los
magnates de la industria, jefes de grandes ejércitos
industriales, a los burgueses modernos.
La gran industria creó el mercado mundial,
ya preparado por el descubrimiento de América. El mercado
mundial imprimió un gigantesco impulso al comercio, a la
navegación, a las comunicaciones por tierra. A su vez,
estos, progresos redundaron considerablemente en provecho
de la industria, y en la misma proporción en que se
dilataban la industria, el comercio, la navegación, los
ferrocarriles, se desarrollaba la burguesía, crecían sus
capitales, iba desplazando y esfumando a todas las clases
heredadas de la Edad Media.
Vemos, pues, que la moderna burguesía es,
como lo fueron en su tiempo las otras clases, producto de
un largo proceso histórico, fruto de una serie de
transformaciones radicales operadas en el régimen de
cambio y de producción.
A cada etapa de avance recorrida por la
burguesía corresponde una nueva etapa de progreso
político. Clase oprimida bajo el mando de los señores
feudales, la burguesía forma en la “comuna” una asociación
autónoma y armada para la defensa de sus intereses; en
unos sitios se organiza en repúblicas municipales
independientes; en otros forma el tercer estado tributario
de las monarquías; en la época de la manufactura es el
contrapeso de la nobleza dentro de la monarquía feudal o
absoluta y el fundamento de las grandes monarquías en
general, hasta que, por último, implantada la gran
industria y abiertos los cauces del mercado mundial, se
conquista la hegemonía política y crea el moderno Estado
representativo. Hoy, el Poder público viene a ser, pura y
simplemente, el Consejo de administración que rige los
intereses colectivos de la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñado, en el
transcurso de la historia, un papel verdaderamente
revolucionario.
Dondequiera que se instauró, echó por
tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e
idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos
feudales que unían al hombre con sus superiores naturales
y no dejó en pie más vínculo que el del interés escueto,
el del dinero contante y sonante, que no tiene entrañas.
Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción
mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida
melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de
sus cálculos egoístas. Enterró la dignidad personal bajo
el dinero y redujo todas aquellas innumerables libertades
escrituradas y bien adquiridas a una única libertad: la
libertad ilimitada de comerciar. Sustituyó, para decirlo
de una vez, un régimen de explotación, velado por los
cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un
régimen franco, descarado, directo, escueto, de
explotación.
La burguesía despojó de su halo de santidad
a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de
piadoso acontecimiento. Convirtió en sus servidores
asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote,
al hombre de ciencia.
La burguesía desgarró los velos emotivos y
sentimentales que envolvían la familia y puso al desnudo
la realidad económica de las relaciones familiares.
La burguesía vino a demostrar que aquellos
alardes de fuerza bruta que la reacción tanto admira en la
Edad Media tenían su complemento cumplido en la
haraganería más indolente. Hasta que ella no lo reveló no
supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La
burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las
pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las
catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas
mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y
las cruzadas.
La burguesía no puede existir si no es
revolucionando incesantemente los instrumentos de la
producción, que tanto vale decir el sistema todo de la
producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario
de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían
todas por condición primaria de vida la intangibilidad del
régimen de producción vigente. La época de la burguesía se
caracteriza y distingue de todas las demás por el
constante y agitado desplazamiento de la producción, por
la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones
sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las
relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su
séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se
derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces.
Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo
santo es profanado, y, al fin, el hombre se ve
constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar con
mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.
La necesidad de encontrar mercados espolea
a la burguesía de una punta o otra del planeta. Por todas
partes anida, en todas partes construye, por doquier
establece relaciones.
La burguesía, al explotar el mercado
mundial, da a la producción y al consumo de todos los
países un sello cosmopolita. Entre los lamentos de los
reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la
industria. Las viejas industrias nacionales se vienen a
tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya instauración es
problema vital para todas las naciones civilizadas; por
industrias que ya no transforman como antes las materias
primas del país, sino las traídas de los climas más
lejanos y cuyos productos encuentran salida no sólo dentro
de las fronteras, sino en todas las partes del mundo.
Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a satisfacer,
como en otro tiempo, los frutos del país, sino que
reclaman para su satisfacción los productos de tierras
remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se
bastaba a sí mismo y donde no entraba nada de fuera;
ahora, la red del comercio es universal y en ella entran,
unidas por vínculos de interdependencia, todas las
naciones. Y lo que acontece con la producción material,
acontece también con la del espíritu. Los productos
espirituales de las diferentes naciones vienen a formar un
acervo común. Las limitaciones y peculiaridades del
carácter nacional van pasando a segundo plano, y las
literaturas locales y nacionales confluyen todas en una
literatura universal.
La burguesía, con el rápido
perfeccionamiento de todos los medios de producción, con
las facilidades increíbles de su red de comunicaciones,
lleva la civilización hasta a las naciones más salvajes.
El bajo precio de sus mercancías es la artillería pesada
con la que derrumba todas las murallas de la China, con la
que obliga a capitular a las tribus bárbaras más ariscas
en su odio contra el extranjero. Obliga a todas las
naciones a abrazar el régimen de producción de la
burguesía o perecer; las obliga a implantar en su propio
seno la llamada civilización, es decir, a hacerse
burguesas. Crea un mundo hecho a su imagen y semejanza.
La burguesía somete el campo al imperio de
la ciudad. Crea ciudades enormes, intensifica la población
urbana en una fuerte proporción respecto a la campesina y
arranca a una parte considerable de la gente del campo al
cretinismo de la vida rural. Y del mismo modo que somete
el campo a la ciudad, somete los pueblos bárbaros y
semibárbaros a las naciones civilizadas, los pueblos
campesinos a los pueblos burgueses, el Oriente al
Occidente.
La burguesía va aglutinando cada vez más
los medios de producción, la propiedad y los habitantes
del país. Aglomera la población, centraliza los medios de
producción y concentra en manos de unos cuantos la
propiedad. Este proceso tenía que conducir, por fuerza
lógica, a un régimen de centralización política.
Territorios antes independientes, apenas aliados, con
intereses distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos
y líneas aduaneras propias, se asocian y refunden en una
nación única, bajo un Gobierno, una ley, un interés
nacional de clase y una sola línea aduanera.
En el siglo corto que lleva de existencia
como clase soberana, la burguesía ha creado energías
productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las
pasadas generaciones juntas. Basta pensar en el
sometimiento de las fuerzas naturales por la mano del
hombre, en la maquinaria, en la aplicación de la química a
la industria y la agricultura, en la navegación de vapor,
en los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la
roturación de continentes enteros, en los ríos abiertos a
la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la
tierra como por ensalmo... ¿Quién, en los pasados siglos,
pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad
fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas
tantas y tales energías y elementos de producción?
Hemos visto que los medios de producción y
de transporte sobre los cuales se desarrolló la burguesía
brotaron en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos
medios de transporte y de producción alcanzaron una
determinada fase en su desarrollo, resultó que las
condiciones en que la sociedad feudal producía y
comerciaba, la organización feudal de la agricultura y la
manufactura, en una palabra, el régimen feudal de la
propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las
fuerzas productivas. Obstruían la producción en vez de
fomentarla. Se habían convertido en otras tantas trabas
para su desenvolvimiento. Era menester hacerlas saltar, y
saltaron.
Vino a ocupar su puesto la libre
concurrencia, con la constitución política y social a ella
adecuada, en la que se revelaba ya la hegemonía económica
y política de la clase burguesa.
Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla
hoy un espectáculo semejante. Las condiciones de
producción y de cambio de la burguesía, el régimen burgués
de la propiedad, la moderna sociedad burguesa, que ha
sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios
de producción y de transporte, recuerda al brujo impotente
para dominar los espíritus subterráneos que conjuró. Desde
hace varias décadas, la historia de la industria y del
comercio no es más que la historia de las modernas fuerzas
productivas que se rebelan contra el régimen vigente de
producción, contra el régimen de la propiedad, donde
residen las condiciones de vida y de predominio político
de la burguesía. Basta mencionar las crisis comerciales,
cuya periódica reiteración supone un peligro cada vez
mayor para la existencia de la sociedad burguesa toda. Las
crisis comerciales, además de destruir una gran parte de
los productos elaborados, aniquilan una parte considerable
de las fuerzas productivas existentes. En esas crisis se
desata una epidemia social que a cualquiera de las épocas
anteriores hubiera parecido absurda e inconcebible: la
epidemia de la superproducción. La sociedad se ve
retrotraída repentinamente a un estado de barbarie
momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran
guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos
para subsistir; la industria, el comercio están a punto de
perecer. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee
demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada
industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de
que dispone no sirven ya para fomentar el régimen burgués
de la propiedad; son ya demasiado poderosas para servir a
este régimen, que embaraza su desarrollo. Y tan pronto
como logran vencer este obstáculo, siembran el desorden en
la sociedad burguesa, amenazan dar al traste con el
régimen burgués de la propiedad. Las condiciones sociales
burguesas resultan ya demasiado angostas para abarcar la
riqueza por ellas engendrada. ¿Cómo se sobrepone a las
crisis la burguesía? De dos maneras: destruyendo
violentamente una gran masa de fuerzas productivas y
conquistándose nuevos mercados, a la par que procurando
explotar más concienzudamente los mercados antiguos. Es
decir, que remedia unas crisis preparando otras más
extensas e imponentes y mutilando los medios de que
dispone para precaverlas.
Las armas con que la burguesía derribó al
feudalismo se vuelven ahora contra ella.
Y la burguesía no sólo forja las armas que
han de darle la muerte, sino que, además, pone en pie a
los hombres llamados a manejarlas: estos hombres son los
obreros, los proletarios.
En la misma proporción en que se desarrolla
la burguesía, es decir, el capital, desarrollase también
el proletariado, esa clase obrera moderna que sólo puede
vivir encontrando trabajo y que sólo encuentra trabajo en
la medida en que éste alimenta a incremento el capital. El
obrero, obligado a venderse a trozos, es una mercancía
como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todos los
cambios y modalidades de la concurrencia, a todas las
fluctuaciones del mercado.
La extensión de la maquinaria y la división
del trabajo quitan a éste, en el régimen proletario
actual, todo carácter autónomo, toda libre iniciativa y
todo encanto para el obrero. El trabajador se convierte en
un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una
operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por
eso, los gastos que supone un obrero se reducen, sobre
poco más o menos, al mínimo de lo que necesita para vivir
y para perpetuar su raza. Y ya se sabe que el precio de
una mercancía, y como una de tantas el trabajo, equivale a
su coste de producción. Cuanto más repelente es el
trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero.
Más aún: cuanto más aumentan la maquinaria y la división
del trabajo, tanto más aumenta también éste, bien porque
se alargue la jornada, bien porque se intensifique el
rendimiento exigido, se acelere la marcha de las máquinas,
etc.
La industria moderna ha convertido el
pequeño taller del maestro patriarcal en la gran fábrica
del magnate capitalista. Las masas obreras concentradas en
la fábrica son sometidas a una organización y disciplina
militares. Los obreros, soldados rasos de la industria,
trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos,
oficiales y jefes. No son sólo siervos de la burguesía y
del Estado burgués, sino que están todos los días y a
todas horas bajo el yugo esclavizador de la máquina, del
contramaestre, y sobre todo, del industrial burgués dueño
de la fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino,
más execrable, más indignante, cuanta mayor es la
franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el
lucro.
Cuanto menores son la habilidad y la fuerza
que reclama el trabajo manual, es decir, cuanto mayor es
el desarrollo adquirido por la moderna industria, también
es mayor la proporción en que el trabajo de la mujer y el
niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no rigen para
la clase obrera esas diferencias de edad y de sexo. Son
todos, hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de
trabajo, entre los cuales no hay más diferencia que la del
coste.
Y cuando ya la explotación del obrero por
el fabricante ha dado su fruto y aquel recibe el salario,
caen sobre él los otros representantes de la burguesía: el
casero, el tendero, el prestamista, etc.
Toda una serie de elementos modestos que
venían perteneciendo a la clase media, pequeños
industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y
labriegos, son absorbidos por el proletariado; unos,
porque su pequeño caudal no basta para alimentar las
exigencias de la gran industria y sucumben arrollados por
la competencia de los capitales más fuertes, y otros
porque sus aptitudes quedan sepultadas bajo los nuevos
progresos de la producción. Todas las clases sociales
contribuyen, pues, a nutrir las filas del proletariado.
El proletariado recorre diversas etapas
antes de fortificarse y consolidarse. Pero su lucha contra
la burguesía data del instante mismo de su existencia.
Al principio son obreros aislados; luego,
los de una fábrica; luego, los de todas una rama de
trabajo, los que se enfrentan, en una localidad, con el
burgués que personalmente los explota. Sus ataques no van
sólo contra el régimen burgués de producción, van también
contra los propios instrumentos de la producción; los
obreros, sublevados, destruyen las mercancías ajenas que
les hacen la competencia, destrozan las máquinas, pegan
fuego a las fábricas, pugnan por volver a la situación, ya
enterrada, del obrero medieval.
En esta primera etapa, los obreros forman
una masa diseminada por todo el país y desunida por la
concurrencia. Las concentraciones de masas de obreros no
son todavía fruto de su propia unión, sino fruto de la
unión de la burguesía, que para alcanzar sus fines
políticos propios tiene que poner en movimiento -cosa que
todavía logra- a todo el proletariado. En esta etapa, los
proletarios no combaten contra sus enemigos, sino contra
los enemigos de sus enemigos, contra los vestigios de la
monarquía absoluta, los grandes señores de la tierra, los
burgueses no industriales, los pequeños burgueses. La
marcha de la historia está toda concentrada en manos de la
burguesía, y cada triunfo así alcanzado es un triunfo de
la clase burguesa.
Sin embargo, el desarrollo de la industria
no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las
aprieta y concentra; sus fuerzas crecen, y crece también
la conciencia de ellas. Y al paso que la maquinaria va
borrando las diferencias y categorías en el trabajo y
reduciendo los salarios casi en todas partes a un nivel
bajísimo y uniforme, van nivelándose también los intereses
y las condiciones de vida dentro del proletariado. La
competencia, cada vez más aguda, desatada entre la
burguesía, y las crisis comerciales que desencadena, hacen
cada vez más inseguro el salario del obrero; los progresos
incesantes y cada día más veloces del maquinismo aumentan
gradualmente la inseguridad de su existencia; las
colisiones entre obreros y burgueses aislados van tomando
el carácter, cada vez más señalado, de colisiones entre
dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse contra los
burgueses, se asocian y unen para la defensa de sus
salarios. Crean organizaciones permanentes para
pertrecharse en previsión de posibles batallas. De vez en
cuando estallan revueltas y sublevaciones.
Los obreros arrancan algún triunfo que
otro, pero transitorio siempre. El verdadero objetivo de
estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino
ir extendiendo y consolidando la unión obrera. Coadyuvan a
ello los medios cada vez más fáciles de comunicación,
creados por la gran industria y que sirven para poner en
contacto a los obreros de las diversas regiones y
localidades. Gracias a este contacto, las múltiples
acciones locales, que en todas partes presentan idéntico
carácter, se convierten en un movimiento nacional, en una
lucha de clases. Y toda lucha de clases es una acción
política. Las ciudades de la Edad Media, con sus caminos
vecinales, necesitaron siglos enteros para unirse con las
demás; el proletariado moderno, gracias a los
ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos años.
Esta organización de los proletarios como
clase, que tanto vale decir como partido político, se ve
minada a cada momento por la concurrencia desatada entre
los propios obreros. Pero avanza y triunfa siempre, a
pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme, más
pujante. Y aprovechándose de las discordias que surgen en
el seno de la burguesía, impone la sanción legal de sus
intereses propios. Así nace en Inglaterra la ley de la
jornada de diez horas.
Las colisiones producidas entre las fuerzas
de la antigua sociedad imprimen nuevos impulsos al
proletariado. La burguesía lucha incesantemente: primero,
contra la aristocracia; luego, contra aquellos sectores de
la propia burguesía cuyos intereses chocan con los
progresos de la industria, y siempre contra la burguesía
de los demás países. Para librar estos combates no tiene
más remedio que apelar al proletariado, reclamar su
auxilio, arrastrándolo así a la palestra política. Y de
este modo, le suministra elementos de fuerza, es decir,
armas contra sí misma.
Además, como hemos visto, los progresos de
la industria traen a las filas proletarias a toda una
serie de elementos de la clase gobernante, o a lo menos
los colocan en las mismas condiciones de vida. Y estos
elementos suministran al proletariado nuevas fuerzas.
Finalmente, en aquellos períodos en que la
lucha de clases está a punto de decidirse, es tan violento
y tan claro el proceso de desintegración de la clase
gobernante latente en el seno de la sociedad antigua, que
una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y
abraza la causa revolucionaria, pasándose a la clase que
tiene en sus manos el porvenir. Y así como antes una parte
de la nobleza se pasaba a la burguesía, ahora una parte de
la burguesía se pasa al campo del proletariado; en este
tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses,
que, analizando teóricamente el curso de la historia, han
logrado ver claro en sus derroteros.
De todas las clases que hoy se enfrentan
con la burguesía no hay más que una verdaderamente
revolucionaria: el proletariado. Las demás perecen y
desaparecen con la gran industria; el proletariado, en
cambio, es su producto genuino y peculiar.
Los elementos de las clases medias, el
pequeño industrial, el pequeño comerciante, el artesano,
el labriego, todos luchan contra la burguesía para salvar
de la ruina su existencia como tales clases. No son, pues,
revolucionarios, sino conservadores. Más todavía,
reaccionarios, pues pretenden volver atrás la rueda de la
historia. Todo lo que tienen de revolucionario es lo que
mira a su tránsito inminente al proletariado; con esa
actitud no defienden sus intereses actuales, sino los
futuros; se despojan de su posición propia para abrazar la
del proletariado.
El proletariado andrajoso, esa putrefacción
pasiva de las capas más bajas de la vieja sociedad, se
verá arrastrado en parte al movimiento por una revolución
proletaria, si bien las condiciones todas de su vida lo
hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento de
manejos reaccionarios.
Las condiciones de vida de la vieja
sociedad aparecen ya destruidas en las condiciones de vida
del proletariado. El proletario carece de bienes. Sus
relaciones con la mujer y con los hijos no tienen ya nada
de común con las relaciones familiares burguesas; la
producción industrial moderna, el moderno yugo del
capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en
Alemania que en Norteamérica, borra en él todo carácter
nacional. Las leyes, la moral, la religión, son para él
otros tantos prejuicios burgueses tras los que anidan
otros tantos intereses de la burguesía. Todas las clases
que le precedieron y conquistaron el Poder procuraron
consolidar las posiciones adquiridas sometiendo a la
sociedad entera a su régimen de adquisición. Los
proletarios sólo pueden conquistar para sí las fuerzas
sociales de la producción aboliendo el régimen adquisitivo
a que se hallan sujetos, y con él todo el régimen de
apropiación de la sociedad. Los proletarios no tienen nada
propio que asegurar, sino destruir todos los
aseguramientos y seguridades privadas de los demás.
Hasta ahora, todos los movimientos sociales
habían sido movimientos desatados por una minoría o en
interés de una minoría. El movimiento proletario es el
movimiento autónomo de una inmensa mayoría en interés de
una mayoría inmensa. El proletariado, la capa más baja y
oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse,
incorporarse, sin hacer saltar, hecho añicos desde los
cimientos hasta el remate, todo ese edificio que forma la
sociedad oficial.
Por su forma, aunque no por su contenido,
la campaña del proletariado contra la burguesía empieza
siendo nacional. Es lógico que el proletariado de cada
país ajuste ante todo las cuentas con su propia burguesía.
Al esbozar, en líneas muy generales, las
diferentes fases de desarrollo del proletariado, hemos
seguido las incidencias de la guerra civil más o menos
embozada que se plantea en el seno de la sociedad vigente
hasta el momento en que esta guerra civil desencadena una
revolución abierta y franca, y el proletariado, derrocando
por la violencia a la burguesía, echa las bases de su
poder.
Hasta hoy, toda sociedad descansó, como
hemos visto, en el antagonismo entre las clases oprimidas
y las opresoras. Mas para poder oprimir a una clase es
menester asegurarle, por lo menos, las condiciones
indispensables de vida, pues de otro modo se extinguiría,
y con ella su esclavizamiento. El siervo de la gleba se
vio exaltado a miembro del municipio sin salir de la
servidumbre, como el villano convertido en burgués bajo el
yugo del absolutismo feudal. La situación del obrero
moderno es muy distinta, pues lejos de mejorar conforme
progresa la industria, decae y empeora por debajo del
nivel de su propia clase. El obrero se depaupera, y el
pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores que
la población y la riqueza. He ahí una prueba palmaria de
la incapacidad de la burguesía para seguir gobernando la
sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de
su vida como clase. Es incapaz de gobernar, porque es
incapaz de garantizar a sus esclavos la existencia ni aun
dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos
llegar hasta una situación de desamparo en que no tiene
más remedio que mantenerles, cuando son ellos quienes
debieran mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir
viviendo bajo el imperio de esa clase; la vida de la
burguesía se ha hecho incompatible con la sociedad.
La existencia y el predominio de la clase
burguesa tienen por condición esencial la concentración de
la riqueza en manos de unos cuantos individuos, la
formación e incremento constante del capital; y éste, a su
vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. El
trabajo asalariado presupone, inevitablemente, la
concurrencia de los obreros entre sí. Los progresos de la
industria, que tienen por cauce automático y espontáneo a
la burguesía, imponen, en vez del aislamiento de los
obreros por la concurrencia, su unión revolucionaria por
la organización. Y así, al desarrollarse la gran
industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las
bases sobre que produce y se apropia lo producido. Y a la
par que avanza, se cava su fosa y cría a sus propios
enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado son
igualmente inevitables.
Capítulo II: Proletarios y
comunistas
Los autores dejan claro que los comunistas
son parte del movimiento proletario y no se encuentran por
encima de él. Lo que les distingue del resto del
movimiento proletario es destacar en cada acción los
intereses comunes que tienen los proletarios de todas las
naciones.
Los autores describen la teoría del
comunismo empezando por resumirla en la fórmula:
"abolición de la propiedad privada", pero aclarando
que no se refieren a la abolición de la propiedad en
general, sino de la propiedad privada burguesa, que
resulta de la explotación capitalista.
A continuación, en forma polémica, los
autores responden a "los
reproches de la burguesía contra el comunismo":
abolición de la propiedad, del trabajo, de la familia, de
la nacionalidad, de la individualidad, etc. La respuesta a
cada objeción aclara que lo que se busca abolir es la
forma burguesa que adoptan todas estas instituciones. En
cada caso los autores demuestran cómo estas acusaciones
tópicas contra el comunismo, cuando no son directamente
calumnias, son una defensa más o menos velada de los
intereses de clase de la burguesía haciéndolos pasar por
intereses de toda la sociedad.
Más adelante los autores señalan la base de
las ideas de cada época en "las
condiciones de vida, las relaciones sociales, la
existencia social del hombre", desmintiendo la
existencia de "verdades
eternas", y concluyendo "Las
ideas imperantes en una época han sido siempre las ideas
propias de la clase imperante".
Como terminación de este capítulo, Marx y
Engels vuelven al punto de la conquista del poder político
por el proletariado como primer paso de la revolución
obrera. Señalan como tarea del proletariado erigido en
clase dominante el centralizar los medios de producción "en
manos del Estado, es decir, del proletariado organizado
como clase gobernante".
A continuación los autores esbozan un
programa general de expropiaciones, políticas fiscales,
medidas jurídicas y reorganización de la economía y de la
educación a ser aplicado por el proletariado erigido en
clase dominante. Por último matizan que, si bien el
proletariado, en lucha contra la burguesía, se ve obligado
a la conquista del poder político, una vez "hayan
desaparecido las diferencias de clase y toda la producción
esté concentrada en manos de la sociedad", la
hegemonía política de clase del proletariado dejará de ser
necesaria,
"Y a la vieja sociedad burguesa,
con sus clases y sus antagonismos de clase, sustituirá una
asociación en que el libre desarrollo de cada uno
condicione el libre desarrollo de todos."
Capítulo III: Literatura
socialista y comunista
Entre la nebulosa de propuestas socialistas
de la época, los autores del Manifiesto destacan varias
tendencias que clasifican en tres: el socialismo
reaccionario, el socialismo burgués o conservador, y el
socialismo y comunismo crítico-utópicos.
Socialismo reaccionario
Por socialismo reaccionario Marx y Engels
entendían a aquellas variantes de socialismo que,
pretendiendo representar intereses obreros, representaban
intereses de clases pre-capitalistas.
En el socialismo feudal, se trataba de los
sectores de la aristocracia desplazada del poder por la
burguesía, con los que confluían sectores del clero.
En el socialismo pequeñoburgués, se trata
de sectores de las clases medias, condenadas a engrosar el
proletariado, que critican al régimen burgués desde los
intereses de los pequeños burgueses y los campesinos. Como
su principal representante, señalan a
Sismondi. Sus méritos residen en la crítica
correcta del régimen de producción burgués y sus
consecuencias antisociales. Pero en cuanto a sus
propuestas positivas, no pasan de un retorno a los
antiguos medios de producción y de cambio, con el modo de
vida asociado a ellos.
Por último, el socialismo alemán o
"verdadero socialismo" surge a partir de la importación en
Alemania de la literatura socialista y comunista francesa.
Pero como en Alemania las condiciones sociales eran
bastante más feudales que las francesas, esto resultó en
una asimilación puramente literaria del socialismo en el
marco de una conciencia filosófica reaccionaria. "Y
así, donde el original desarrollaba la crítica del dinero,
ellos pusieron: “expropiación del ser humano”; donde se
criticaba el Estado burgués: “abolición del imperio de lo
general abstracto”, y así por el estilo.".
Socialismo conservador o
burgués
Esta ideología proviene de la
sensibilización de parte de la burguesía ante el
sufrimiento del proletariado y un intento de mitigar estas
injusticias para conservar el orden social burgués.
"Se encuentran en este bando los
economistas, los filántropos, los humanitarios, los que
aspiran a mejorar la situación de las clases obreras, los
organizadores de actos de beneficencia, las sociedades
protectoras de animales, los promotores de campañas contra
el alcoholismo, los predicadores y reformadores sociales
de toda laya. "
Socialismo y comunismo
crítico-utópicos
En este socialismo se encuentran las
doctrinas y sistemas características de los primeros
choques del proletariado como clase contra el régimen
burgués. Estas doctrinas realizan una crítica medianamente
correcta del mundo burgués y profesan "un
ascetismo universal y un torpe y vago igualitarismo" y
diseñan modelos de sociedades futuras de carácter utópico.
Capítulo IV: Actitud de los
comunistas ante los otros partidos de la oposición
En este breve último capítulo -que ya en el
prólogo de 1872 los autores señalan como desactualizado
debido a la desaparición de muchos de los "partidos de
oposición" aquí nombrados y a los cambios económicos y
políticos ocurridos desde su publicación- Marx y Engels
hacen un esbozo de la táctica que deben seguir los
comunistas en el contexto político de varios países de
Europa: en donde no sea posible llevar a cabo directamente
su objetivo, situarse de parte de los partidos más
progresivos y contra los más reaccionarios, sin por ello
perder su independencia programática y organizativa.
"Resumiendo: los comunistas apoyan en todas
partes, como se ve, cuantos movimientos revolucionarios se
planteen contra el régimen social y político imperante. "
Este capítulo, y el manifiesto, termina con
la siguiente arenga:
"Los comunistas no tienen por qué guardar
encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran
que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la
violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si
quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de
una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no
tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen,
en cambio, un mundo entero que ganar.
¡Proletarios de todos los países, uníos!