La actuación del primer Gobierno de la Segunda
República española, presidido por un
terrateniente católico e integrado por ocho
liberales moderados y tres socialistas, se
encaminó desde el primer momento a asegurar el
desarrollo constitucional y a adoptar medidas
de emergencia para paliar los efectos de una
crisis económica agravada por la inepta
política de la dictadura del general Primo de
Rivera. Un Gobierno de predominio liberal no
dudó entonces en publicar medidas de
intervención, como las leyes de términos
municipales, de laboreo forzoso, de prórroga
de arrendamientos y de asentamientos
colectivos, o la implantación de la jornada de
ocho horas para los jornaleros.
Como dijo Azaña, “la obra legislativa y de
gobierno de la República arrancó de los
principios clásicos de la democracia liberal”,
pero en las cuestiones económicas, por muy
liberal que se fuese, era necesario intervenir
para hacer frente a las consecuencias de la
crisis mundial, en unos momentos de paro y de
conflicto, en especial en la agricultura. “Con
socialistas ni sin socialistas ningún régimen
que atienda al deber de procurar a sus
súbditos unas condiciones de vida medianamente
humanas podía dejar las cosas en la situación
que las halló la República”.
Pero los cambios que permitieron mejorar la
condición de la población trabajadora
procedieron menos de las leyes mismas –la de
reforma agraria, por ejemplo, promulgada en
septiembre de 1932, llegó a 1936 sin
resultados significativos, puesto que, como
dijo Camilo Berneri, “se aplicó en dosis
homeopáticas”– que de un cambio de apariencia
nada espectacular, pero de consecuencias
trascendentes, en las reglas del juego social.
La derecha
recortó salarios y persiguió a sindicalistas
en 1933 al volver al poder
En el campo, por ejemplo, se acabó con la
relación tradicional de fuerzas que permitía a
los propietarios, con la colaboración de los
funcionarios, de la Guardia Civil y de los
jueces, desvirtuar o neutralizar las leyes
reformistas que se publicaban en los años de
la monarquía (que haberlas las hubo, aunque
sus consecuencias fuesen escasas). Al
comienzo, los propietarios vieron la llegada
del nuevo régimen con tranquilidad, puesto que
estaban acostumbrados a que cambiasen los
gobiernos en Madrid, mientras seguían
controlando su entorno local. Comenzaron a
alarmarse cuando vieron que los campesinos se
organizaban para reivindicar sus derechos sin
que la Guardia Civil se lo impidiera, como en
el pasado; fue así como los jornaleros
pudieron mejorar sus salarios y sus
condiciones de vida.
Que esa política fuese acertada lo demostró
que sirviera para evitar la extensión a España
de la crisis económica mundial. Los índices
económicos españoles de estos años muestran
descensos moderados o estabilidad. La renta
nacional creció y las mejoras salariales,
consecuencia de la libertad de acción
sindical, permitieron aumentar la capacidad de
consumo de la población, generando un
crecimiento interior desligado de la coyuntura
internacional. Nada hubo en España que se
pareciera al desastre de la gran recesión en
Estados Unidos o en Alemania. Cuál fue la
actitud de las derechas españolas hacia estos
cambios lo muestra todavía un libro publicado
en 1998 –e insisto en la fecha para que no se
crea que se trata de un panfleto de la Guerra
Civil– en el que cuando se enumeran las
razones que movieron a Pedro Sainz Rodríguez a
colaborar con la insurrección fascista, se nos
da esta descripción de los horrores de la
República: “Se obligaba a los terratenientes a
roturar y cultivar sus tierras baldías, se
protegía al trabajador de la agricultura tanto
como al de la industria, se creaban escuelas
laicas, se introducía el divorcio, se
secularizaban los cementerios, pasaban los
hospitales a depender directamente del
Estado...”. O sea, el bolchevismo.
Por eso, cuando las derechas llegaron al poder
en 1933, los terratenientes y los caciques
reafirmaron de nuevo su autoridad: recortaron
los salarios (en Córdoba, el de la recogida de
las aceitunas bajó de 6,50 a 5,75), se
suspendieron las reuniones de los jurados
mixtos y las leyes de términos y de laboreo
forzoso se infringieron impunemente. Los
campesinos que se habían afiliado a un
sindicato o se habían distinguido como
partidarios de la izquierda sufrieron toda
clase de persecuciones, expulsándolos de los
lugares en los que trabajaban y negándoles la
contratación como jornaleros. Eso sucedió en
Andalucía, en Cuenca –donde los trabajadores
de Barajas de Melo se lamentaban de que
“cuando pedimos trabajo, el alcalde nos dice
que ‘comamos zarzas y república”–, en Ciudad
Real –donde los de Solana del Pino aseguraban
que “para perseguirnos, prefieren dejar la
tierra sin cultivar antes que dárnosla a
nosotros”–, en Toledo, donde, según explica
Arturo Barea, a fines de 1933 los propietarios
comenzaban a echar a todos los que se habían
afiliado a un sindicato “y a no dar trabajo
más que a los que se sometían a lo de antes”.
La izquierda
aceptó su derrota en las urnas en el 33; la
derecha no lo hizo en el 36
Otra muestra del cambio profundo que introdujo
la conjunción republicano-socialista en la
política española la tenemos en la práctica
del sistema electoral. Las elecciones de 1933
fueron, en 120 años de historia parlamentaria
española, las primeras que perdió un Gobierno
que las hubiera convocado. Este aceptó su
derrota y cedió el poder a la oposición de
derechas. Cuando esto sucedió por segunda vez,
en febrero de 1936, las derechas se
dispusieron a recuperar el poder por la
fuerza, volviendo a una tradición histórica en
que las elecciones no eran más que una farsa.
Nadie ha expresado mejor que Antonio Machado,
en un texto publicado el 14 de abril de 1937,
lo que vino a significar, como una profunda
ruptura en la historia española, la actuación
del Gobierno provisional de 1931: “Unos
cuantos hombres honrados, que llegaban al
poder sin haberlo deseado, acaso sin haberlo
esperado siquiera, pero obedientes a la
voluntad progresiva de la nación, tuvieron la
insólita y genial ocurrencia de legislar
atenidos a normas estrictamente morales, de
gobernar en el sentido esencial de la
historia, que es el del porvenir. Para estos
hombres eran sagradas las más justas y
legítimas aspiraciones del pueblo; contra
ellas no se podía gobernar, porque el
satisfacerlas era precisamente la más honda
razón de ser de todo gobierno. Y estos
hombres, nada revolucionarios, llenos de
respeto, mesura y tolerancia, ni atropellaron
ningún derecho ni desertaron de ninguno de sus
deberes”.
CATEDRÁTICO DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA
UNIVERSITAT DE BARCELONA
En las elecciones municipales del 12 de abril
de 1931, la coalición Esquerra Catalana,
formada por la recién creada Esquerra
Republicana de Catalunya y la Unió Socialista
de Catalunya, conseguía, contra pronóstico, la
victoria en la ciudad de Barcelona con un
tercio de los votos y la mitad de los
concejales duplicando a la Conjunción
Republicano-Socialista y la conservadora Lliga
Regionalista de Francesc Cambó.
Al mediodía del martes 14 de abril, el
concejal electo Lluís Companys proclamaba la
República desde el balcón del Ayuntamiento. Un
par de horas más tarde, desde el balcón del
Palacio de la Diputación (actual Palau de la
Generalitat), Francesc Macià proclamaba la
República catalana como Estado integrado en la
Federación Ibérica.
La proclamación del excoronel del Ejército
español y líder de ERC cabe interpretarla más
en clave española que separatista, puesto que
reconoce la autoridad de Niceto Alcalá Zamora
(eso sí, lo convierte de facto en presidente
de la República federal) y aboga por la
fraternidad con los otros pueblos hermanos de
España. De acuerdo con la interpretación del
Pacto de San Sebastián, Macià sitúa la
República catalana dentro de una República
federal. No obstante, el famoso pacto, firmado
el 17 de agosto del año anterior entre las
diversas corrientes republicanas, con la
presencia del PSOE, reconoce la personalidad
política propia y el derecho al autogobierno
de Catalunya, pero sin más especificaciones.
Así pues, nada más proclamarse la República se
produce el primer encontronazo sobre la
naturaleza del nuevo régimen: federalista para
el republicanismo catalanista, autonomista
para la mayoría de los republicanos españoles.
Tres días más tarde tiene lugar la negociación
entre Macià y los representantes del Gobierno
provisional, los catalanes Marcel•lí Domingo y
Lluís Nicolau d’Olwer y el socialista Fernando
de los Ríos. Macià accede a envainarse la
República catalana a cambio del reconocimiento
del autogobierno catalán, con el nombre
histórico de la Generalitat, y redactar un
Estatuto de autonomía para someterlo a la
aprobación de las Cortes españolas.
Macià aparcó
la República catalana a cambio del
autogobierno
Josep Tarradellas, con posterioridad,
explicaría la decepción de Macià no tanto por
este ejercicio de realismo político sino por
el conformismo de los catalanes. Como afirma
el historiador Àngel Duarte: “La ciudadanía
estaba encantada [de] que Macià hubiese
proclamado la República catalana, pero mucho
más [de] que hubiera renunciado con tal de
consolidar un proyecto común de democracia
republicana para todos los pueblos de España”.
La ponencia, reunida en Núria, concluyó la
redacción del proyecto de Estatuto el 20 de
junio. La Diputación Provisional de la
Generalitat lo aprobó, al son de La
Marsellesa, el 14 de julio y lo sometió a un
doble plebiscito el 2 de agosto. Por una
parte, la totalidad de los ayuntamientos
(salvo cinco que no enviaron las actas)
apoyaron el texto y, por la otra, el
escrutinio popular fue contundente: de un
censo de 792.574, 595.205 votaron a favor y
sólo 3.286 en contra. Las mujeres que no
tenían derecho al voto consiguieron en
Barcelona 146.644 firmas favorables al
Estatuto y 235.467 en el resto de Catalunya.
El PSOE, desde las páginas de El Socialista,
recelará de tanta unanimidad y cuestionará la
pulcritud y, por consiguiente, la validez del
plebiscito. Una posición compartida por la
mayoría de republicanos y que presagiaba la
derrota de la concepción federal sustentada
por el llamado Estatuto de Núria. Finalmente,
la Constitución republicana se definía, en su
artículo primero, como un Estado integral,
compatible con la autonomía de los municipios
y de las regiones. En este sentido, los
constituyentes abrieron la puerta a la
descentralización (generalizable y no sólo
para Catalunya) al mismo tiempo que la
cerraban al federalismo, un aspecto que fue de
los pocos que no se incorporó de la
Constitución de Weimar que sirvió de modelo a
la española.
El 6 de mayo de 1932 empezó la discusión del
Estatuto catalán en las Cortes y, a pesar de
que una comisión se había encargado de adaptar
el nuevo texto a la realidad constitucional
española (el Estado autónomo se había
convertido en región autónoma), el debate
levantó ampollas jaleado por las posiciones
intransigentes aireadas por determinados
ayuntamientos castellanos, colegios
profesionales, asociaciones de todo tipo y la
mayoría de la prensa.
La
Constitución republicana abrió la
descentralización y cerró el federalismo
A la sanjurjada le salió el tiro por la culata
y supuso un espaldarazo al Estatuto catalán
que, convenientemente reformado, fue aprobado
por las Cortes el 9 de septiembre de 1932 por
334 votos a favor y sólo 24 en contra. Azaña
fue recibido como un héroe y en olor de
multitudes en Barcelona. Meses más tarde,
Macià obligaba a Companys a dejar la
presidencia del nuevo Parlamento catalán y
asumir la cartera de Marina en un claro y
nítido apoyo al Gobierno republicano de
izquierdas.
La insurrección del 6 de octubre de 1934, una
vez más en clave española, supuso la
suspensión del Estatuto, que se prolongó hasta
la victoria del Frente Popular en febrero de
1936. En esta primavera frentepopulista se
iniciaron los trámites para acceder a la
autonomía en Euskadi y Galicia. El 5 de abril
de 1938, nada más pisar tierras catalanas, el
Generalísimo Franco derogó el Estatuto en
“mala hora concedido”.
La experiencia republicana influyó en la
transición a la democracia tras la muerte del
dictador. En primer lugar, para subrayar el
carácter plurinacional de España se incorporó
el concepto de “nacionalidades y regiones”
(luego plasmado en la Constitución de 1978) en
los acuerdos entre las diversas plataformas de
la oposición democrática. En segundo lugar, se
empezó primero por la Constitución para luego
acoplar los proyectos de estatutos. Asimismo,
se creyó oportuno someter a referéndum
popular, no el proyecto inicial, sino el texto
aprobado por las Cortes para evitar
frustraciones innecesarias. Lo que nadie podía
imaginar entonces es que el Tribunal
Constitucional pudiera enmendar la página a un
texto estatutario refrendado por el pueblo.
Coda final: hasta el presente, a diferencia
del nacionalismo vasco, los proyectos
políticos mayoritarios del catalanismo
político (los diferentes estatutos) han sido
en clave española y no separatista. Quizás
para los españoles sea más incómodo cambiar su
concepción de España, para que todo el mundo
encuentre acomodo, que lidiar con el
separatismo con la capa del mal llamado bloque
constitucional y el estoque del poder
judicial.
CATEDRÁTICA DE HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE LA
UNIVERSITAT DE BARCELONA
Desde la proclamación de la Segunda República,
el Gobierno reformista republicano socialista
dictaminó un amplio conjunto de leyes que
amparaba los derechos políticos y civiles de
las mujeres y su incorporación en la vida
política. En 1931, la Constitución abrió una
etapa singular en la historia de España al
establecer el sufragio universal y el
principio de igualdad de género. Las españolas
se convirtieron entonces en ciudadanas de
pleno derecho con la conquista del voto y de
los derechos igualitarios establecidos. Frente
a la figura subalterna femenina regulada en
las leyes anteriores, el nuevo régimen
democrático republicano inauguró un decisivo
proceso de reconocimiento de la ciudadanía
femenina y de desmantelamiento de la
discriminación legal vigente hasta entonces.
Aunque se asentaba en la tradición política
liberal del igualitarismo, el voto femenino
había despertado una oposición implacable en
muchos países, ya que cuestionaba el monopolio
masculino del espacio político público. Desde
principios del siglo XX, el feminismo español
había promovido los derechos sociales y
civiles y su agenda se centraba en mejoras
educativas y laborales. Para mediados de la
década de 1920, emergió un feminismo más
claramente igualitario y sufragista impulsado
por diferentes figuras y asociaciones de
mujeres. En 1921 ya se había organizado una de
las primeras manifestaciones públicas
sufragistas en Madrid, cerca de las Cortes,
reclamando la igualdad de ambos sexos en
derechos civiles y políticos.
El Seguro de
Maternidad fijó la atención sanitaria,
descanso y subsidios
Es en este marco en el que hay que situar a la
activista feminista y abogada Clara Campoamor,
que encabezó la defensa del sufragio femenino
en el debate parlamentario en las Cortes
Constituyentes. Para esta diputada del Partido
Radical, los principios democráticos debían
garantizar la aplicación de la igualdad y la
eliminación de cualquier discriminación de
sexo en la nueva Constitución democrática.
Consideraba la libertad y la igualdad como los
principios fundamentales para el ejercicio de
los derechos políticos y convirtió la
ciudadanía sin restricciones en la piedra
angular de la joven democracia española. Su
fuerza argumental radicaba en su clara
denuncia de la inviabilidad de cualquier
régimen democrático que dispensara un trato
político diferencial a las mujeres. En el caso
de no admitirse la igualdad de derechos
políticos, advirtió de que la Segunda
República se descalificaría a sí misma como
régimen democrático, quedando desenmascarada
su voluntad de proteger “una República
aristocrática de privilegio masculino”. No le
valían ni los argumentos de conveniencia
política ni las dudas sobre el supuesto
comportamiento electoral conservador de las
españolas expresados por Victoria Kent, la
diputada del Partido Radical Socialista.
Tampoco le parecieron legítimos los embistes
misóginos de algunos diputados fundamentados
en un discurso trasnochado de esencialismo
biológico que afirmaba la inferior capacidad
de las mujeres y su supuesta naturaleza
“histérica” incompatible con el ejercicio de
la ciudadanía.
El principio de igualdad quedó consagrado en
la Constitución y el proceso democratizador en
clave de género encarnó un esfuerzo específico
de desarrollar una cultura igualitaria. Esta
voluntad se reflejó en las numerosas reformas
legales en los ámbitos de la maternidad, la
familia, el trabajo y la educación que
consolidaron los derechos de las mujeres. En
el ámbito laboral, se efectuó un desarrollo
decisivo en los derechos sociales con la
legislación de protección a la maternidad, que
incluso anticipaba en su contenido futuros
convenios de organismos internacionales como
la Organización Internacional del Trabajo
(OIT). Entre 1931 y 1935 se afiliaron 741.771
trabajadoras al Seguro Obligatorio de
Maternidad que introdujo un servicio estatal
eficiente de atención sanitaria, de descanso
maternal y de subsidios a las madres
trabajadoras. La misma Constitución inscribió
el principio de la igualdad de trato en el
ámbito laboral. Asimismo, las trabajadoras
quedaron incluidas en las medidas de seguridad
social que regulaban las pensiones, accidentes
y desempleo con la excepción de las
trabajadoras domésticas. Inspirada en el
principio del derecho de todas las mujeres al
trabajo remunerado, la legislación supuso una
ruptura con las leyes y prácticas sociales
anteriores que dificultaban el continuo acceso
de las casadas al mercado laboral. Inscribió
la voluntad de alcanzar una situación de
equidad de derechos, aunque la conjunción
entre un ideario igualitarista y una voluntad
proteccionista de signo paternalista conllevó
un choque entre las normativas establecidas.
El matrimonio
civil e igualitario fue la base del nuevo
modelo de familia
La Constitución puso la familia bajo la
salvaguardia del Estado. Precisamente en este
marco tradicionalmente tan discriminatorio
hacia la mujer, los legisladores republicanos
hicieron un gran esfuerzo por reforzar los
derechos de las mujeres, en especial de las
casadas. Al declarar que “El matrimonio se
funda en la igualdad de derechos para ambos
sexos”, la Constitución introducía el nuevo
principio de la igualdad en la familia. Frente
a la anterior sumisión obligada de la mujer
casada a la tutela y autoridad masculina, el
matrimonio civil, laico e igualitario era la
base del nuevo modelo de familia que eliminaba
la desigualdad de trato. Los enunciados
igualitarios implicaron una necesaria
acomodación del arcaico modelo tradicional de
familia pero no eliminaron de golpe la
mentalidad arraigada respecto a la supremacía
masculina en la familia.
En respuesta a una reiterada demanda de las
asociaciones de mujeres, se reguló la igualdad
de trato entre hijos nacidos dentro o fuera
del matrimonio y se otorgó el derecho a la
investigación de la paternidad. La Ley del
Divorcio de 1932 fue otra medida significativa
y una de las más avanzadas en su época al
admitir la disolución del matrimonio por mutuo
acuerdo y asentarse en el principio de la
igualdad entre los cónyuges. A pesar del
imaginario colectivo de la denodada
resistencia femenina hacia el divorcio por
temor a perder su estatus social o sustento
económico, los estudios realizados han
demostrado que una amplia mayoría de mujeres
separadas tramitó la demanda del divorcio.
La Segunda República aportó notables adelantos
en una cultura democrática igualitaria. Asentó
los derechos de las nuevas ciudadanas aunque
el escaso tiempo de su vigencia no fue
suficiente para transformar la cultura de
género y la pervivencia de una mentalidad
tradicional en torno al rol de las mujeres y
su desigualdad.
CATEDRÁTICO DE HISTORIA ECONÓMICA DE LA
UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
Cuando todavía la República suscitaba
unanimidades y hasta el conde de Romanones
(cuyas propiedades sumaban más de 15.000
hectáreas) pedía “soluciones rápidas y
efectivas” para resolver el problema agrario,
el Gobierno provisional declaraba en mayo de
1931 su decisión de acometer una reforma
agraria integral que facilitara la
transformación social, política e industrial
de España y la “posibilidad de una democracia
aldeana”. Teniendo en cuenta la crisis
internacional y la escasa capacidad de la
industria española para absorber mano de obra,
cuesta encontrar otro modelo económico
alternativo de este alcance que incluyera,
además, la aspiración de consolidar la
democracia recién estrenada. Conviene recordar
que la población activa agraria en 1930 era
cerca de la mitad de la población activa total
(hoy es del 4 %) y que un tercio de la
población agraria de las provincias
latifundistas estaba expuesto sistemáticamente
al paro forzoso sin la cobertura del Estado
del bienestar, es decir, expuesto a “jornales
de hambre”.
Si en los años treinta era costoso abordar
medidas favorables a los campesinos, más lo
era en un país cuyos dirigentes solían actuar
como si los problemas sociales fueran asuntos
de orden público. Valgan como ejemplos que
Silvela dijera en 1902 que el máuser era la
prueba de la existencia de Dios o que Royo
Villanova replicara a los católicos sociales
en 1935 que las revoluciones no se evitaban
con reformas sino con “justicia estricta y
Guardia Civil”. Cuando al final se aprobó la
ley en septiembre de 1932 tras diversos
avatares –el más determinante fue la
sublevación de Sanjurjo del mes anterior–, se
había desvanecido buena parte de las
aspiraciones de los campesinos. Más aún,
cuando ese golpe de Estado de agosto de 1932
impulsó los ánimos para que la Ley Agraria
fuera enarbolada como “una obra de defensa de
la República”, los resultados fueron
mediocres. Conviene rescatar aquel fragmento
del discurso de Azaña al defender su propuesta
de expropiación de tierra a los conjurados en
el golpe: “Porque no nos engañemos: o nosotros
los republicanos tomamos todas aquellas
medidas que conduzcan al desarme de las
cabilas monárquicas o son las cabilas
monárquicas que se alzan contra nosotros las
que con nosotros acaban”. Sin duda no se
tomaron todas las medidas, pues del más de
medio millón de hectáreas que detentaban los
grandes de España, sólo se expropió un 16% y
al final se cumpliría la profecía de Azaña.
Sólo se
expropió el 16% del medio millón de
hectáreas de los grandes de España
Esta visión negativa de la reforma debe
matizarse en varios aspectos. Primero, aunque
no se expropiara la propiedad de los
terratenientes, esta se desvalorizó al figurar
en el Inventario de Fincas Expropiables; el
acceso al crédito se hizo más difícil. En
segundo lugar, los decretos republicanos
concedieron derechos a los colonos que
permitieron rebajas sustanciales de los
arrendamientos: ahora sí se produjo la derrota
del rentista. En tercer lugar, hubo
instrumentos más flexibles para favorecer el
acceso a la tierra temporalmente como lo
fueron los decretos de intensificación de
cultivos. En cuarto lugar, los decretos sobre
el mercado de trabajo crearon un marco
institucional que daba cauce a negociaciones
hasta entonces dictadas por la ley del más
fuerte, y cuanto más y mejor funcionara ese
marco, más se iba a consolidar el poder de las
organizaciones obreras. Muchas de las
tensiones sociales de la República se dieron
por la resistencia a aceptar un nuevo orden de
cosas; el ascenso del sindicato socialista de
la Federación Nacional de Trabajadores de la
Tierra (FNTT) y el incumplimiento de las bases
de trabajo indican las caras del conflicto.
Lograr algún avance más resultó imposible, por
ejemplo recuperar los bienes comunales de los
pueblos o la aprobación de una ley de
arrendamientos que consolidara los derechos de
los colonos: si plantear cambios en la
estructura de la propiedad era mover los
cimientos de la sociedad, hacerlo sobre el
régimen de explotación fue visto como si el
edificio social se hundiera; es lo que pasó en
Catalunya con la Ley de Contratos de Cultivo.
Con el triunfo de las derechas, sobre todo
mediado el año 1934, lo que se produjo fueron
“demasiados retrocesos”, que son las dos
palabras con las que Ramón Carande sintetizaba
la historia de España. De ello da fe la Ley de
Contrarreforma Agraria aprobada en julio de
1935 que, sin embargo, incluyó una cláusula de
utilidad social que permitía la expropiación y
es la que utilizarían los gobernantes del
Frente Popular para llevar a cabo una reforma
rápida.
La derrota
del rentista llegó con las rebajas de los
arrendamientos para los colonos
Las nuevas autoridades acabaron con el
surrealismo de un Instituto de Reforma Agraria
(IRA) en el que estaban presentes la gran
patronal agraria o representantes de grupos
profesionales que eran enemigos de la reforma.
Esto obligó a dotar al IRA de una dimensión
“ejecutiva y técnica” para agilizar los
asentamientos. Así, cuando en marzo del 36,
con el protagonismo de la iniciativa popular y
sindical (FNTT), cerca de 40.000 yunteros
invadieron las fincas en Badajoz, se
legitimaron las invasiones enviando, en vez de
guardias civiles, ingenieros que establecían
los planes de aplicación y proporcionaban
abonos. En poco más de cuatro meses se entregó
cinco o seis veces más tierra que en los tres
años anteriores. Pero, salvo alguna excepción,
el gran propietario español tenía en julio de
1936 las mismas hectáreas que en abril de
1931, pues los asentamientos del IRA
reconocían la propiedad del dueño, a quien se
pagaba una renta por la tierra ocupada.
Con la llegada de la Guerra Civil se produjo
el abandono del campo por parte de los
propietarios; la expropiación se impuso por
ley natural y por necesidad de la economía de
guerra. Era preciso, además, castigar
económicamente a los “sublevados y
financiadores de la rebelión”, como se decía
en el decreto de Uribe de octubre de 1936.
Cerca de siete millones de hectáreas fueron,
ahora sí, expropiadas en la España republicana
hasta agosto de 1938 para favorecer no sólo al
trabajador sino al pequeño propietario. “La
propiedad del pequeño campesino es sagrada y
al que ataca o atenta a esta propiedad o a
este trabajo tenemos que considerarlo como
adversario del régimen”, proclamaba el
comunista Uribe. Con la perspectiva actual
pocas dudas caben de la coherencia de esta
política frente a la de sus detractores, que
reivindicaban la revolución en el campo en
1937 y que acabarían apoyando en marzo de 1939
el golpe del coronel Casado contra Negrín y
los comunistas. Las “cabilas monárquicas”, a
las que se había referido Azaña, junto con
cabilas de diverso tipo, habían acabado con la
República.
Era también abril, como el que recibiera en
1931 a la República. Pero ahora, en 1939, el
primer día de ese mes significaba el último de
la Guerra Civil y del propio régimen
republicano. Tres días después, una carta
dirigida al Generalísimo se felicitaba por
presenciar “esta hora de triunfo”. La firmaba
el cardenal primado de España, Isidro Gomá, el
mismo que presidía semanas más tarde la magna
celebración religiosa del desfile de la
Victoria en Madrid. Quizá nada simbolice mejor
aquellos años que esa ceremonia, en la que
Franco ofrecía a Gomá la “espada de la
Victoria” y salía del templo bajo palio. Era
el pacto de sangre entre el Ejército y la
Iglesia, entre la espada y la cruz, entre
quienes se sintieron víctimas de la República
y más hicieron por derribarla.
Por un lado, el Ejército. Tradicionalmente
monárquico, tenía la fuerza de las armas y una
inveterada tradición pretoriana le inclinaba a
irrumpir con ellas en política. Ante lo que
era entonces una burocracia inflada de
oficiales y apta para reprimir la disidencia
interna, pero obsoleta para la guerra moderna,
los gobiernos del primer bienio afrontaron su
modernización. La reforma militar de Azaña
pretendía crear un Ejército mejor pertrechado
y organizado, alejado de la política y
respetuoso con la legalidad. Pero algunas de
las medidas parecieron en los cuarteles un
intento de triturar al estamento militar, y
pronto hubo ruido de sables.
En verdad, el Ejército no hablaba a una sola
voz. Las sensibilidades eran diferentes en sus
distintos estratos, o entre africanistas y
peninsulares, y la fractura que se mostró en
julio de 1936 revela que algo estaba
cambiando. Hubo además algunos errores, como
que algunas medidas de Azaña eran discutibles
y nutrieron victimismos en el Ejército, o
subestimar el descontento existente en su
seno, y no conviene soslayar que brotaron
también insurrecciones desde la izquierda y
que el Ejército las abortó en nombre de la
República.
Los cuarteles
se hicieron viveros de oposición a las
reformas
Pero eso no cambia lo fundamental. Los
cuarteles se hicieron viveros de oposición a
las reformas, a los gobiernos y luego a la
propia República. La gestión militar del orden
público convirtió en sangrientas no pocas
movilizaciones populares y segó más vidas que
cualquier otro actor político o social. La
brutal represión que ejercieron las tropas en
octubre de 1934 prefiguró el trato que darían
a los rojos dos años después. La defensa
corporativa frente a la reforma y los peligros
que creyeron ver para sus valores de orden,
patria y disciplina reactivaron en muchos
militares su añeja cultura pretoriana; y, en
el caso de generales como Franco y Mola, se
añadían agravios personales y sueños de
grandeza. Tan pronto como en agosto de 1932,
los sables salían a la calle en el frustrado
golpe de Sanjurjo. Cuatro veranos después,
estallaba un segundo putsch militar con muchos
más apoyos y organización que precipitó a la
República al abismo de una guerra civil.
En un abismo, o en el “vórtice de la
tormenta”, creyó haber caído la Iglesia
católica con la República, como escribía Gomá
al día siguiente de su proclamación. También
aquí conviene desterrar tópicos. La Iglesia no
sufrió desde el primer día una persecución
sistemática, primer acto de un deliberado plan
de exterminio que condujera a la feroz
violencia anticlerical de 1936. Lo que hubo
fue el proyecto de avanzar en un terreno, la
separación Iglesia-Estado y la secularización,
en el que se iba muy por detrás de otros
países católicos como Francia, Italia o
Portugal. A partir de ahí, aparecen dos
grandes actuaciones que no cabe meter en el
mismo saco: desde arriba, las políticas
laicistas a golpe de leyes, decretos y
artículos de la Constitución de 1931; desde
abajo, movilizaciones y agresiones
anticlericales, que se tiñeron de sangre en
octubre del 34.
Latía una
cultura anticlerical que veía a la Iglesia
como enemigo del progreso
En todo ello, la hoja de servicios republicana
no quedó exenta de claroscuros. El
anticlericalismo popular no fue ajeno a las
bases y cuadros locales de partidos y
sindicatos de izquierda, y sus gobernantes
pecaron de falta de energía para frenarlo. Por
su parte, la legislación laicista resultó más
radical que la que abordaba otros terrenos y
reformas, y rayaba en lo sectario cuando
ilegalizaba a la Compañía de Jesús o limitaba
las manifestaciones públicas de culto. Tras
todo ello, había una infravaloración de los
apoyos y capacidad de respuesta de la Iglesia.
Pero, determinando las opciones y estrategias,
había algo más: en el fondo, latía una cultura
política anticlerical muy enraizada que
definía a las formaciones republicanas y
obreras desde el siglo XIX, y que traducía la
oposición de la Iglesia a todo avance político
y social, convirtiéndola en el enemigo del
progreso por antonomasia.
De hecho, la reactivación de esa cultura
anticlerical tuvo mucho que ver con las
actitudes y hostilidad de la propia Iglesia.
Esta no se hizo esperar. Sólo dos semanas
después de nacida la República, y antes de las
quemas de conventos, el cardenal Segura,
entonces cabeza de la Iglesia española,
publicaba una pastoral devastadora para el
nuevo régimen. Segura fue expulsado del país,
pero en el episcopado siguió campeando una
línea integrista que no transigía con la menor
merma en los privilegios de la Iglesia y que
en 1936 acabó arrollando a las posturas
posibilistas. Se trataba de intentar
recristianizar España, y para eso valía la
movilización política de los católicos, pero
también enfrentarse a los poderes civiles y,
llegada la guerra, sancionar nada menos que
una Cruzada.
Tanto en ese frente como en el militar, los
republicanos cometieron errores y,
paradójicamente, sacralizaron los principios
que debían guiar a su República. Pero su
actuación respondía a un proyecto de
democratización social y política, una de
cuyas claves de bóveda era la primacía del
poder civil sobre el militar y eclesiástico.
Ochenta años después, podemos juzgar si, ante
tan graves cuestiones, había que encararlas a
cara de perro o contemporizar con reformas
pausadas. Pero tal vez esa disyuntiva no
existía con tanta claridad en aquel tiempo de
derrumbe de las democracias europeas,
descrédito de las vías parlamentarias,
culturas del enfrentamiento y lenguajes
revestidos del principio de lo absoluto. Quizá
por eso aquellos años suscitan todavía tanto
interés: porque es un tiempo tan cercano, pero
a la vez tan distinto y lejano. Claro que
también podríamos preguntarnos si no siguen
pendientes hoy algunos retos de aquel proyecto
democratizador; por ejemplo, sin ir más lejos,
sobre el sentido y papel de los ejércitos y la
Iglesia actuales.
El abrazo entre la cultura y la sociedad es en
el pensamiento republicano una consecuencia
del contrato pedagógico. La Ilustración elevó
la metáfora del contrato social para defender
una convivencia organizada por los ciudadanos,
dueños de sus destinos y emancipados de
cualquier concepción sacralizada del poder. La
metáfora del contrato social exigió la puesta
en marcha de un contrato pedagógico. Sólo los
individuos educados como ciudadanos libres,
capaces de hacer uso público de su razón,
podían firmar un contrato social justo. El
progreso científico y técnico debía ser,
además, inseparable del progreso ético. Pese a
los buenos intentos de Jovellanos, condensados
en su Oración sobre la necesidad de unir el
estudio de la literatura al de las ciencias,
la Ilustración insuficiente española naufragó
en una educación minoritaria, cortesana y
clerical.
Desde entonces las ilusiones de la reforma
pedagógica fueron el corazón del pensamiento
progresista español. Lo tuvo muy claro
Francisco Giner de los Ríos. Después del
fracaso de la Primera República, junto a un
grupo de catedráticos expulsados de la
Universidad, fundó en 1876 la Institución
Libre de Enseñanza (ILE). Se trataba de educar
a las élites juveniles capaces de modernizar
el país. La austeridad y el rigor profesional
comportaban también un sentido político. Es
famosa la respuesta de Giner cuando el rey
Alfonso XIII quiso visitar la ILE: “La
Institución tiene dos puertas, y cuando su
majestad nos haga el honor de llamar a una de
ellas, yo saldré por la otra”. Como era
lógico, en el propio corazón del
institucionismo surgió la necesidad
democratizadora de considerar la educación
como un derecho universal. Empezó entonces a
defenderse la idea de una escuela única
La República
apostaba por una enseñanza laica y pública
El joven Ortega y Gasset de 1910, en su
conferencia La pedagogía social como programa
político, se preocupaba porque las
organizaciones obreras no habían comprendido
la importancia que tenía para sus
reivindicaciones una escuela única, es decir,
pública, obligatoria, igual para todos,
neutra, al margen de los credos o de las
posibilidades económicas de los alumnos. Así
se tituló el libro publicado en 1931 por
Lorenzo Luzuriaga: La escuela única. Discípulo
de Manuel Bartolomé Cossío y de Ortega,
fundador de la Revista de Pedagogía y redactor
de muchos de los documentos sobre educación
del PSOE, Luzuriaga fue el pedagogo más
significativo de la Segunda República. Como
había ocurrido con Julián Besteiro y con
Fernando de los Ríos, la tradición
institucionista se acercó también en la
enseñanza al movimiento obrero.
No es extraño que Manuel Azaña se convirtiese
en un político imprescindible para la Segunda
República gracias a un debate parlamentario
relacionado con la pedagogía. En su discurso
del 13 de octubre de 1931 sobre la cuestión
religiosa, logró un punto de acuerdo entre la
derecha republicana, los socialistas y los
radical/socialistas. Se paralizaba la
disolución de las órdenes religiosas a cambio
de mantenerlas apartadas de una educación
laica y democrática. La disolución de la
Compañía de Jesús no se debía a su carácter
religioso, sino a su no reconocimiento de las
leyes españolas, ya que se sometía a la
autoridad del Vaticano. La postura más firme
del discurso de Azaña tuvo que ver con la
política educativa: “En ningún momento, bajo
ninguna condición, en ningún tiempo, ni mi
partido ni yo, en su nombre, suscribiremos una
cláusula legislativa en virtud de la cual siga
entregado a las órdenes religiosas el servicio
de la enseñanza. Eso, jamás. Yo lo siento
mucho; pero esta es la verdadera defensa de la
República”.
Educar no es
lo mismo que generar creyentes, patriotas o
empleados precarios
No se refería Azaña a la colaboración de la
Iglesia en un posible golpe de Estado, asunto
que aún carecía del protagonismo político
alcanzado posteriormente. Se limitaba a
señalar, en un discurso que quería ser
equilibrado para permitir el acuerdo de todos
los republicanos, que una democracia es
imposible sin una educación democrática, y que
la educación en libertad tiene poco que ver
con la libertad de las órdenes religiosas para
fundar colegios. La voluntad republicana
apostaba por una enseñanza laica, pública y
sin discriminaciones. Ese era el espíritu del
decreto que se había promulgado el 29 de mayo
de 1931 para crear el Patronato de Misiones
Pedagógicas. El Estado mostraba su deseo de
fomentar la cultura, orientar una nueva
pedagogía y llevar su amparo a los pueblos más
retrasados de España. Podemos calcular la
importancia que la Segunda República dio a la
educación si pensamos que en 1937, envuelto en
la crisis y en la guerra, el Gobierno destinó
20 millones de pesetas para los gastos
escolares de la zona leal, más del doble de lo
que había invertido el último Gobierno
monárquico en las escuelas de toda España. La
educación se identificó tanto con el
pensamiento republicano que el magisterio fue
uno de los ámbitos de más crueldad en la
represión de los vencedores.
De nada sirve mirar al buen pasado, si no
convertimos su ejemplo en energía cívica para
analizar el presente. Creo que sólo con un
nuevo coraje democrático podemos plantearnos
el problema de la educación en la actualidad,
ese contrato pedagógico que necesita el nuevo
contrato social, propio de un mundo en el que
la economía ha desbordado las viejas fronteras
nacionales. Educar ciudadanos no es lo mismo
que generar promociones de creyentes,
patriotas, consumidores o futuros empleados en
precario. La libertad cívica tiene una
dimensión social, la defensa del marco público
de las reglas y los valores que conforman una
comunidad. El pensamiento republicano no puede
confundir la libertad para crear centros
privados con una educación en libertad.
Ya que no nos atrevemos a disolver los centros
educativos que trabajan en nombre de su fe
particular o de los privilegios económicos,
resulta imprescindible para la supervivencia
democrática la defensa de una educación
pública de calidad. Un pacto educativo no es
el que hacen dos partidos mayoritarios para
ponerse de acuerdo en los programas. El
verdadero pacto es el que firma una sociedad
consigo misma para dignificar su educación
pública. Pero hay más. Si pensamos que ahora
la socialización de los niños no se produce en
las escuelas, sino ante una pantalla de
televisor, deberemos ampliar mucho el
significado de un posible pacto educativo.
Cuestionar hoy por motivos cívicos una cadena
privada de televisión parece más complicado
que la disolución en 1931 de la Compañía de
Jesús.
CATEDRÁTICO DE CIENCIAS POLÍTICAS Y POLÍTICAS
PÚBLICAS DE LA UNIVERSITAT POMPEU FABRA Y
PROFESOR DE PUBLIC POLICY EN THE JOHNS HOPKINS
UNIVERSITY
Durante muchos años se ha desconocido,
ignorado o silenciado el periodo republicano
que se extendió de 1931 a 1939. Excepto en
círculos académicos y en libros pertenecientes
a la bibliografía historiográfica, la
República ha sido una página desconocida de la
historia de España, excepto en la versión
promovida por la dictadura implantada por el
general Franco que dio una imagen
profundamente negativa de aquel periodo. Es
importante reconocer esta distancia entre lo
analizado en los textos históricos (de escasa
difusión en el país) y lo conocido por la
mayoría de la población. Las encuestas señalan
un desconocimiento muy notable de lo que fue
la República en grandes sectores de la
ciudadanía. Podría parecer que las cosas
cambian. Por primera vez se ha presentado en
Televisión Española un serial sobre la
República, que ha pasado a ser casi
instantáneamente una de las series televisivas
más vistas de la temporada. En esta producción
se intenta dar una visión de lo que fue la
República a través del desarrollo de un
abanico de personajes, la mayoría ficticios, y
otros reales.
¿Por qué, salvo contadas excepciones, este
silencio sobre la República en los foros –como
la televisión– donde se reproduce la cultura
popular? La respuesta es clara. Se debe al
enorme dominio que las fuerzas conservadoras
tuvieron en el proceso de Transición de la
dictadura a la democracia y su intento de no
mirar al pasado. Este pasado incluía no sólo
la dictadura sino, muy en especial, la
República. Este intento de olvido por parte de
las fuerzas conservadoras es comprensible,
pues la historia de la República fue la
historia de la resistencia provista por sus
antecesores a las reformas propuestas por el
Gobierno republicano, tanto en el periodo
1931-1933 como en 1936-1939. Ni antes (ni
después) se han hecho reformas más
sustanciales que en aquellos periodos y ello
como resultado del poder de las izquierdas,
nunca después igualado. No ha habido un
periodo histórico en España en que hubiera
tantas reformas en tan poco tiempo. Como bien
afirma Helen Graham en su revisión histórica
de la República, el programa de reformas de
esta fue enormemente ambicioso. Republicanos y
socialistas habían estado esperando durante
muchos años aquella oportunidad. Había
transcurrido más de la mitad de un siglo desde
que fuerzas progresistas habían gobernado en
España, únicamente en un periodo muy breve,
durante la Primera República en 1873. España
había estado gobernada en la mayoría de su
historia por las derechas que, por lo general,
no alcanzaron el poder a través de las urnas,
sino por la fuerza e imposición. La falta de
cultura democrática de las derechas españolas
(cuya dureza es casi única en Europa) se basa
en esta realidad.
Nunca antes
se habían hecho grandes reformas sociales en
menos tiempo
La República introdujo la Seguridad Social
(por un ministro socialista, Largo Caballero),
intentó universalizar la enseñanza (un
programa enormemente popular que explica la
selectividad de la represión fascista en
contra del magisterio republicano), introdujo
el aborto y el divorcio (por una ministra
anarco-sindicalista catalana, Federica
Montseny), introdujo elementos de la reforma
agraria, desde Andalucía al Bajo Ebro,
introdujo reformas en el Ejército, lleno de
generales de probada ineficacia, introdujo el
laicismo (intentando reducir la misión de la
Iglesia en la enseñanza), y un largo etcétera.
Ni que decir tiene que hubo también muchos
errores e insuficiencias. Pero no debería
olvidarse que la República fue la época de
mayor creatividad legislativa reformista que
ha habido en el Estado español.
El enorme entusiasmo popular que ocurrió a
raíz tanto del establecimiento de la República
como de la victoria del Frente Popular, era un
indicador del deseo de las clases populares de
hacer cambios y reformas sustanciales. El
mundo occidental estaba en medio de la Gran
Depresión y la fortaleza del movimiento obrero
estaba asustando a las estructuras de poder de
los países europeos. Tales estructuras estaban
viendo el surgimiento del nazismo y del
fascismo como el único dique capaz de parar
este movimiento obrero. De ahí que los
establishments financieros, económicos y
políticos tuvieran simpatías con el nazismo en
Alemania y el fascismo en Italia. Un caso
representativo fue la monarquía británica, en
la que las conocidas simpatías de Eduardo VIII
por el nazismo hicieron que tuviera que
abdicar del trono, hecho ocultado en la
película El discurso del rey. Confirmando esta
percepción, al año de abdicar hizo su viaje de
novios a Alemania, saludando a Hitler con el
brazo en alto en múltiples ocasiones y
rodeándose de personajes próximos al nazismo.
En Francia, y a pesar de estar gobernada
durante un periodo por las izquierdas, había
gran preocupación por las reformas que estaban
ocurriendo en España, pues el mundo
empresarial y el funcionariado francés
–profundamente conservador– estaban inquietos
y la política del Gobierno francés era la de
calmar a tales grupos.
Las élites
europeas temían el contagio de las reformas
entre sus clases populares
La Unión Soviética no deseaba una
radicalización de tales reformas (lo que menos
deseaba era que hubiera una revolución
bolchevique, versión española, tal como
erróneamente se presenta en el serial La
República), pues, consciente de que el nazismo
era su peor enemigo, quería establecer una
alianza con las democracias occidentales en un
frente anti-Hitler. Este contexto europeo
explica que cuando se dio el golpe militar
contra un Gobierno democráticamente elegido,
el resto de países democráticos se sumara al
vergonzoso Pacto de No Intervención. Los
establishments europeos, temerosos del peligro
de contagio reformista entre sus clases
populares, simpatizaron con el nazismo y
firmaron, además del Pacto de No Intervención
(que dejaba a la República sin ayuda militar),
el Pacto de Múnich en 1938, en el que el
Gobierno Chamberlain del Reino Unido cedía a
Hitler parte del territorio europeo a la
Alemania nazi. La Unión Soviética, que había
apoyado el Pacto de No Intervención, lo rompió
cuando vio el apoyo masivo de Hitler y
Mussolini al general Franco. Sin tal ayuda, la
República hubiera terminado y colapsado.
Un personaje nada sospechoso de simpatías
comunistas, Winston Churchill, que había
presionado para la abdicación de Eduardo VIII,
se opuso al Pacto de No Intervención, acusando
al establishment británico de anteponer su
interés de clase (temerosos del reformismo
republicano español) a sus obligaciones
nacionales. Churchill agradeció el apoyo
militar de la Unión Soviética a la República,
que la salvó transitoriamente, así como más
tarde definió a aquel país como el que había
derrotado al nazismo en Europa (con sus 22
millones de muertos). Las historias de Europa
y España hubieran sido muy distintas si la
República hubiera ganado y el fascismo hubiera
sido derrotado en España.
Último presidente de la República (de 1936 a
1939) y primer presidente del Gobierno
republicano (de 1931 a 1933 y en 1936).
Político y escritor, republicano auténtico,
tal y como le definía Indalecio Prieto, creyó
en la capacidad decisoria del pueblo para
cambiar el rumbo político de un país. Depositó
sus esperanzas en la reforma agraria y fiscal,
iniciativas que a su juicio fueron
insuficientes durante el primer bienio. Orador
a la altura de Castelar o Cánovas del
Castillo, aunaba una dialéctica de hierro con
una expresión de seda. Político moderado,
conservador, de discurso ateneísta, era el
hombre al quien el pueblo leía y escuchaba.
Vinculado al Ateneo de Madrid, dirigió la
revista La Pluma y España. De intensa vida
política, durante la dictadura de Primo de
Rivera fundó el partido Acción Republicana
(1925). Fue ministro de la Guerra en el
gobierno provisional de la República hasta
octubre de 1931 que ostentará el cargo de
presidente del Gobierno hasta septiembre de
1933. En estos primeros años llevó a cabo la
reforma agraria y militar, aunque sin los
resultados esperados. En abril de 1934 fundó
Izquierda Republicana. Tras un tiempo
encarcelado por la rebelión de 1934 en
Asturias y Catalunya, su actividad política se
encaminó a preparar la coalición de izquierdas
del Frente Popular, la vencedora en las
últimas elecciones de febrero de 1936. Ese año
fue elegido presidente de la República, cargo
del que dimitió en el exilio en Francia, en
febrero del 39.
Conjugó su intensa vida política con una
prolífica producción intelectual de la que han
quedado obras como Vida de Juan Valera (1929)
por la que obtuvo el Premio Nacional de
Literatura en 1926, la novela El Jardín de los
Frailes, o La Velada de Benicarló, una
reflexión a modo de diálogo sobre la Guerra
Civil. Como orador, es notorio el discurso de
las tres ‘p’, Paz, Piedad, Perdón, pronunciado
en Barcelona dos años después de iniciarse la
contienda, el 18 de julio de 1938. Está
enterrado en Mountanban (Francia), donde
falleció el 3 de noviembre de 1940 tras una
larga enfermedad.
Líder socialista revolucionario, cumplió con
responsabilidad el socialismo obrero de las
siglas de su partido. Si Azaña era el orador,
Largo Caballero era el hombre de acción:
desprovisto del discurso de talla intelectual
que caracterizaba al último presidente de la
República, el “Lenin español”, como le
llamaban por su ferviente compromiso político,
entroncaba con el pueblo. Desde ese lenguaje
de calle no disimulaba el distanciamiento que
sentía por los republicanos de Azaña. De
formación autodidacta, fue ministro de Trabajo
hasta 1933; presidió el Consejo de Ministros
durante la guerra y alcanzó la presidencia del
Gobierno del 36 al 37.
La honestidad y la fidelidad a sus ideas
revolucionarias fueron sus señas de identidad.
Leal a sus principios, se negó a ilegalizar el
POUM, lo que conllevó su destitución. Obrero
estuquista de profesión, se afilió al PSOE en
1894 y a UGT en 1890, sindicato del que fue
Vicepresidente y Secretario General. Por su
vinculación a la huelga general de 1917 fue
encarcelado, presidio que duró poco pues
resultó elegido diputado a Cortes en las
elecciones celebradas al año siguiente.
Durante la dictadura de Primo de Rivera vivió
su etapa más moderada, aceptando un cargo de
secretario de Estado para el Trabajo, algo que
le permitió la pervivencia con normalidad de
la central sindical socialista.
Su planteamiento se radicaliza tras el triunfo
de la CEDA en el 33, y comienza a hablar de la
revolución socialista. Encarcelado tras los
sucesos del 34, el estuquista de ojos claros
se disputaba con Prieto y Besteiro el control
del socialismo español, una balanza que caerá
de su parte al estallar la guerra gracias a su
liderazgo sobre la clase obrera y su
convencimiento de que mantener la unión entre
las filas de la izquierda era su fortaleza
frente a los sublevados. Su identificación con
el pueblo la llevó hasta las últimas
consecuencias: apresado por la Gestapo en
Francia, sufrió las penurias de un campo de
concentración como el de de Sachsenhaussen (Oraniemburg)
En 1978 sus restos mortales fueron trasladados
a Madrid, donde se celebró un multitudinario
funeral en su memoria.
Presidente de la II República Española entre
1931 y 1936, a la postre quedó relegado a la
sombra de Azaña, con quien mantuvo una
enemistad histórica y vilipendiado tanto por
la derecha como por la izquierda. Gran
intelectual –con 22 años ya era letrado del
Consejo de Estado- comenzó en política desde
las bases del Partido Liberal, cuya ideología
la profesaba por convicciones fraguadas en el
seno familiar. La senda política la inicia con
su trabajo como secretario de Romanones, sin
salirse del liberalismo moderado, para en 1906
ser diputado en Cortes.
Hasta el golpe de estado de Primo de Rivera
desempeñó varios puestos de responsabilidad
política en los gobiernos de Maura y García
Prieto. Durante su presidencia de la
República, la relación Azaña era un pulso
constante. La guerra le sorprendió en un viaje
por el norte de Europa y decidió no regresar
nunca más a su país. Vivió en Francia y en
Argentina, donde murió en 1949. Sus restos
fueron repatriados en 1979 y yacen en el
cementerio de la Almudena (Madrid).
Presidente del Gobierno de la República de
1937 a 1939. Nacido en el seno de una familia
acomodada, estudió Medicina y Filología en
Alemania, lugar en el que viviría varios años
antes de instalarse en Madrid y convertirse en
el secretario de la Facultad de Medicina de la
universidad Central de la capital (hoy,
Universidad Complutense). En 1929, en plena
dictadura de Primo de Rivera, ingresa en el
PSOE. Fue diputado en Cortes tras las primeras
elecciones generales de la República Su
formación europea y el dominio de idiomas le
llevó a representar a la República en foros
mundiales como la Organización Internacional
del Trabajo y la Unión Interparlamentaria.
Participó con vehemencia en la defensa de
Madrid durante la Guerra Civil. Como ministro
de Hacienda del Gobierno de Largo Caballero,
evacuó las reservas de oro del Banco de España
a la URSS y a Francia para asegurarse la
provisión de armas al servicio de la defensa
de la República y alimentos durante la
contienda
En 1937, ya como Presidente del Gobierno,
elaboró un proyecto de reconciliación de los
españoles llamado Los Trece puntos, que los
militares sublevados rechazarían. Negrín
simbolizó la resistencia de la República
frente a los militares sublevados y las
potencias fascistas europeas, aunque no pudo
evitar la derrota y se exilió a Francia en
1939.
Desde Londres ejerció la suprema autoridad de
la República en el exilio. Después viajaría a
México donde dimitió de su cargo ante las
Cortes republicanas en el exilio. Murió en
París de un ataque al corazón en 1956. La
fundación Juan Negrín preserva su legado y su
memoria.
La más afamada de las mujeres de su
generación. Su lucha por obtener el sufragio
universal, con la incorporación del voto de la
mujer, le otorgó un lugar en la historia
española del siglo XX. De origen humilde,
encarnó el significado de la batalla por
lograr la emancipación de la mujer, así como
el activismo feminista. De formación jurista,
fundó con compañeras de otros países la
Federación Internacional de Mujeres de
Carreras Jurídicas. Desde 1932, año en que se
aprobó la Ley de Divorcio, en cuyo debate
parlamentario participó con intensidad, sus
pasos se encaminaron a ensanchar los estrechos
márgenes de derechos por los que aún se movía
la mujer del primer tercio del siglo pasado.
Vinculada al Ateneo madrileño, fue
representante del grupo femenino de la
institución cultural, de la cual formó parte
de la junta directiva junto a Manuel Azaña. En
el diario La Libertad, llevaba una sección en
la que narraba la vida de mujeres ilustres.
Activa integrante de Acción Republicana, tuvo
que abandonar el partido de Azaña para seguir
defendiendo la igualdad de derechos entre
hombres y mujeres y mantener intactos sus
principios. Alejandro Lerroux le ofreció un
puesto entre las filas de los radicales y allí
encontró la plataforma desde la que defender
el sufragio universal. No compartió las miras
políticas de su compañera en Cortes y amiga,
Victoria Kent, para quien el sufragio femenino
les haría perder votos. Y así ocurrió. Ambas
perdieron sus escaños en las elecciones de
1933. Tras vivir ciertas discrepancias con su
partido trató de ingresar en Izquierda
Republicana sin éxito. Salió de España en 1936
para instalarse en Laussane. Intentó volver a
España a finales de los 40 pero se encontró
con que estaba procesada por haber pertenecido
a una logia masónica. Murió de cáncer en 1972.
Sus restos regresaron a España y descansan en
el cementerio de Polloe, San Sebastián.
De familia minera, comenzó a temprana edad su
militancia en las filas socialistas. Manifestó
su simpatía por la revolución rusa de 1917 y
se unió al Partido Comunista desde el
principio. En 1932 fue nombrada miembro del
Comité Ejecutivo del PCE. Tras la revolución
de Asturias de 1934 fue condenada a 15 años.
En las elecciones de 1936 fue elegida diputada
a Cortes por Asturias. Su intensa y combativa
oratoria la lanzó a una campaña
propagandística a favor de la República
durante la Guerra, momento que amortizaría el
PCE para hacer de ella el símbolo de la
resistencia antifascisa. Ya durante el exilio
en Moscú, fue designada Secretaria General del
partido, cargó que mantuvo hasta 1960, cuando
fue sustituida por Santiago Carrillo y ella
pasó a encarar la presidencia. Regresó a
España en 1977, el año de la amnistía general
a los presos políticos del franquismo y en las
primeras elecciones democráticas, en julio de
ese mismo año, de nuevo volvió a ser elegida
diputada por Asturias.
El mito de Pasionaria llega a nuestros días.
Convertida en símbolo de la lucha por la
defensa de los valores progresistas, a punto
estuvo de dar con su pasión en las puertas del
convento, pero antepuso el libro al hábito y
los conocimientos de marxismo que aprendió la
separaron definitivamente del fervor
religioso. Ibárruri utilizó el seudónimo de
Pasionaria para firmar un artículo publicado
en la prensa obrera, apodo que definía con
fidelidad su carácter. Murió en 1989 y yace en
el recinto civil del cementerio de la
Almudena.
Fue la mujer que dignificó la vida de los
presos en las cárceles. Licenciada en derecho,
en 1930 alcanzó notoriedad al convertirse en
la primera mujer en intervenir en un consejo
de guerra y lograr la absolución de su
defendido, un integrante del Comité
Revolucionario Republicano. Elegida diputada a
Cortes por Madrid en 1931por el Partido
Radical Socialista, en las elecciones de
febrero de 1936 repitió representación, esta
vez, con Izquierda Republicana, dentro de la
coalición del Frente Popular.
El presidente de la República Alcalá-Zamora la
designó directora de Prisiones, cargo que
desempeñó hasta 1934 encaminado a la
rehabilitación de los presos. La labor que
realizada esos años le fue reconocida
internacionalmente, ya que durante su exilio
en México, la ONU se interesó en ella para que
estudiara el estado de las cárceles en América
Latina. Siguió la estela de Concepción Arenal
para revolucionar el mundo carcelario: eliminó
los grilletes y cadenas, las celdas de castigo
y mejoró la alimentación de los presos.
Instaló calefacción en las cárceles, e impuso
la libertad condicional para sexagenarios.
Otorgó la libertad a todos los mayores de 70
años. Su proyecto más especial fue la cárcel
de mujeres de Ventas, que incluía áreas
concretas para reclusas con hijos y fundó el
Cuerpo Femenino de Prisiones para que las
funcionarias ocupasen el lugar de las monjas
dentro de las tareas carcelarias. El proyecto
social de Kent quedó completamente desvirtuado
durante el franquismo, cuando las enfermedades
diezmaban a los presos que se hacinaban en
cárceles que no fueron concebidas por Kent
para aquellos usos.
La popularidad que le dio su trabajo en la
dirección de las prisiones se vio mermado por
sus discrepancias con Clara Campoamor sobre el
voto femenino. Kent, pensaba que la mujer no
estaba preparada social y culturalmente y que
orientaría su voto en función de los dictados
de los sacerdotes. Los resultados de las
elecciones de 1933 le dieron la razón: ganó la
derecha y ambas diputadas perdieron sus
escaños. Al estallar la guerra, el Gobierno la
envía a París para encargarse del exilio de
los niños españoles. Después llegó el suyo:
tras vivir varios años en París bajo una
identidad falsa por estar en las listas negras
del gobierno colaboracionista de Vichy, llegó
a México, donde impartió clases de derecho en
la universidad y creó una escuela para
personal de prisiones. Murió en Nueva York, a
los 95 años.
Fue probablemente una de las figuras que más
recurrió a la demagogia durante la República.
Al frente del Partido Radical no tuvo reparos
en apoyar de la izquierda (el primer bienio de
Azaña) a la derecha (1933) en función de sus
necesidades. Sus vaivenes le permitieron ser
jefe del Gobierno hasta tres veces y, una,
ministro de la Guerra y de Estado.
Su fulgurante carrera política quedó
bruscamente segada por el escándalo del
estraperlo (trama de corrupción ligada al
negocio del juego), que acabó por romper su
alianza con la derecha e impulsó que su figura
dentro del mismo Partido Radical comenzase a
ser cuestionada. Las elecciones de 1936 fueron
su puntilla: ni siquiera salió elegido
diputado. Cuando estalló la Guerra Civil tiró
por el camino más corto hacia Portugal.
Regresó a España en 1947.
En todas sus biografías figura la frase que
pronunció durante la Semana Trágica y por la
que siempre será recordado: "Jóvenes bárbaros
de hoy: entrad a saco en la civilización
decadente y miserable de este país sin
ventura; destruid sus templos, acabad con sus
dioses, alzad el velo de las novicias y
elevadlas a la categoría de madres para
virilizar la especie. Romped los archivos de
la propiedad y haced hogueras con sus papeles
para purificar la infame organización social.
Penetrad en sus humildes corazones y levantad
legiones de proletarios, de manera que el
mundo tiemble ante sus nuevos jueces. No os
detengáis ante los altares ni ante las
tumbas... Luchad, matad, morir."
El activismo feminista impregnó a las mujeres
que ocuparon las primeras líneas de la
política durante la II República. Federica
Motseny Mañé, la primera mujer ministra de la
historia de Europa, se formó desde la infancia
en el progresismo político y social de sus
progenitores, catalanes desterrados en Madrid.
Su madre fue una maestra abanderada del
feminismo libertario y su padre un famoso
publicista anarquista. Su primera vocación fue
la escritura, postulándose como colaboradora
habitual en revistas transgresoras del momento
Y, de forma sistemática, como redactora en
Solidaridad Obrera.
En 1927 publica su primera novela, La
Victoria, de corte feminista, donde planteaba
la independencia de la mujer e inauguraba con
ella una prolífica etapa de producción
literaria.
La filiación política llegaba después, a
través de la CNT y del Sindicato de
Intelectuales de Barcelona. La gran oradora,
dulce y convincente comenzaba a despertar. Los
agitados años republicanos no dejan
indiferente a la activista, que multiplicó sus
actos, discursos, artículos y presencia en
manifestaciones. Al comienzo de la Guerra se
afilia en la FAI (Federación Anarquista
Ibérica) asumiendo puestos de responsabilidad.
Meses después, Largo Caballero ofreció a la
CNT y a la FAI ingresar en el Gobierno con
cuatro ministerios, uno de los cuales, el de
Sanidad y Asistencia Social, fue para Montseny.
En el tiempo que ostentó la cartera
ministerial se aprobó la primera ley del
aborto de la historia, un gran adelanto social
para la mujer española respecto al resto de
países del mundo.
Durante la contienda permaneció en Madrid a
las órdenes del General Miaja, integrando la
última resistencia al fascismo. Antes de su
huida a Francia, habría pasado varios meses
alentando desde las trincheras a los
defensores de la democracia. Desde su exilio
en Toulouse continuó su activismo republicano,
colaborando en publicaciones como Espoir.
Regresó puntualmente a España tras la muerte
de Franco y se opuso férreamente a los Pactos
de la Moncloa y a la Constitución. La activa
libertaria falleció en Toulouse en 1994.