Camilo José Cela

 

Camilo José Cela y Trulock (Padrón, 11 de mayo de 1916  Madrid, 17 de enero de 2002), conocido como Camilo José Cela, fue un escritor español. Autor prolífico (como novelista, periodista, ensayista, editor de revistas literarias, conferenciante...), fue académico de la Real Academia Española y galardonado, entre otros, con el Premio Nobel de Literatura en 1989; el Premio Cervantes en 1995 y el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1987. Por sus méritos literarios, en 1996 se le otorgó el Marquesado de Iria Flavia.

   

Camilo José Cela nació en la localidad gallega de Padrón (provincia de La Coruña), el 11 de mayo de 1916. Su padre (Camilo Crisanto Cela y Fernández) era gallego y su madre inglesa e italiana (Camila Emmanuela Trulock y Bertorini); su sexto apellido es belga, Lafayette. Fue el primogénito de la familia Cela Trulock y bautizado con los nombres de Camilo José María Manuel Juan Ramón Francisco Javier de Jerónimo en la Colegiata de Santa María la Mayor. En 1925 la familia se instala en Madrid y Camilo cursa estudios en el colegio de los escolapios de Porlier.

En 1931, hubo de ser internado en el Sanatorio Antituberculoso de Guadarrama, experiencia que aprovecharía posteriormente para una de sus novelas. Los periodos de reposo que su enfermedad le imponía serían empleados en intensas lecturas de Ortega y Gasset y la colección de autores clásicos españoles de Rivadeneyra, según se cuenta. En 1934 termina sus estudios secundarios en el Instituto de San Isidro e inició la carrera de Medicina. No se ha abundado suficientemente sobre las actividades que nutrieron su acervo intelectual (académicas, influencias, amistades, viajes, idiomas o lecturas) con el que el joven Cela cimentara su erudición. Se sabe que gustaba asistir de oyente a las clases de Literatura Española Contemporánea de Pedro Salinas en la nueva Facultad de Filosofía y Letras. Allí se hizo amigo del escritor y filólogo Alonso Zamora Vicente. También trata a Miguel Hernández y María Zambrano, en cuya casa de la plaza del conde de Barajas conoce en tertulia a Max Aub y otros escritores e intelectuales.

La Guerra Civil estalló mientras él estaba en Madrid, con 20 años y recién convaleciente de tuberculosis. Cela, de ideas conservadoras, pudo escapar a la zona nacional siendo herido en el frente y hospitalizado en Logroño.

Tres margaritas visitaron la sala n.° 5, en una cesta llevaban los regalos.
—Soldadito, te voy a condecorar con un escapulario del Sagrado Corazón
para que te preserve de todo mal, mira lo que dice: «Deténte, bala, el Corazón de
Jesús está conmigo»—.
El artillero Camilo se puso pálido, se le escapó todo el color de la cara.
—«No, no, muchas gracias, condecore usted a otro, se lo ruego, se lo pido
por favor, yo llevaba uno prendido con un imperdible en la guerrera y aún no
hace un mes me lo sacaron por la espalda, se lo digo con todo respeto, señorita,
pero para mí que el Sagrado Corazón es gafe»—.
Mazurca para dos muertos, pág. 183

Al acabar la guerra demuestra una gran indecisión en sus estudios universitarios y entra a trabajar en una oficina de Industrias Textiles, donde empieza a escribir lo que será La familia de Pascual Duarte. «Empecé a sumar acción sobre acción y sangre sobre sangre y aquello me quedó como un petardo».

Cela a los 50 años empezó sus memorias. Trazó entonces un amplio proyecto que llamó La cucaña. De aquel plan sólo se editó en libro La rosa que termina en los recuerdos de su infancia. El volumen II se publica en el año 2001 abarca parte de la infancia, la adolescencia y juventud del autor.

Se casó en 1944 con María del Rosario Conde y Picavea, maestra de formación, con quien tuvo dos años después, un hijo Camilo José. Camilo José Cela se divorció de Rosario Conde en 1990 para casarse en 1991 con Marina Concepción Castaño y López, periodista con la que compartió sus últimos años.

Orientado a la literatura y ambicioso, puso en marcha en plena autarquía un mecanismo que el poeta falangista Dionisio Ridruejo definió como «estrategia de la fama, el culto a la personalidad y la voluntad imperativa».

Utilizó para ello una triple estrategia a largo plazo: colaboracionismo político con el Régimen, estilo literario impactante e imagen pública epatante.

Estrategia política

Cela malvivió de colaboraciones con la prensa en la posguerra. Obtuvo el imprescindible carnet de periodista con el apoyo de Juan Aparicio en 1943. Fue un delator de opositores al régimen y censor. El periodista Eugenio Suárez, censor confeso, refiere estos primeros años difíciles de Cela. Optó y ocupó un puesto en el cuerpo policial de Investigación y Vigilancia del Ministerio de la Gobernación del régimen franquista donde trabajó como censor (véase el recuadro) durante 1943 y 1944. Sus dos primeras obras literarias fueron censuradas lo que hizo aumentar las expectativas de los lectores.

EXCELENTÍSIMO SEÑOR COMISARIO GENERAL DE INVESTIGACIÓN Y VIGILANCIA.

El que suscribe, Camilo José Cela y Trulock, de 21 años de edad, natural de Padrón (La Coruña) y con domicilio en esta capital, Avenida de la Habana 23 y 24, Bachiller Universitario (Sección de Ciencias) y estudiante del Cuerpo Pericial de Aduanas, declarado Inútil Total para el Servicio Militar por el Tribunal Médico Militar de Logroño en cuya Plaza estuvo prestando servicio como soldado del Regimiento de Infantería de Bailén (nº 24), a V.E. respetuosamente expone:

Que queriendo prestar un servicio a la Patria adecuado a su estado físico, a sus conocimientos y a su buen deseo y voluntad, solicita el ingreso en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia.

Que habiendo vivido en Madrid y sin interrupción durante los últimos 13 años, cree poder prestar datos sobre personas y conductas, que pudieran ser de utilidad.

Que el Glorioso Movimiento Nacional se produjo estando el solicitante en Madrid, de donde se pasó con fecha 5 de octubre de 1937, y que por lo mismo cree conocer la actuación de determinados individuos.

Que no tiene carácter de definitiva esta petición, y que se entiende solamente por el tiempo que dure la campaña o incluso para los primeros meses de la paz si en opinión de mis superiores son de utilidad mis servicios.

Que por todo lo expuesto solicita ser destinado a Madrid que es donde cree poder prestar servicios de mayor eficacia, bien entendido que si a juicio de V.E. soy más necesario en cualquier otro lugar, acato con todo entusiasmo y con toda disciplina su decisión.

Dios guarde a V.E. muchos años.

La Coruña a 30 de marzo de 1938. II Año Triunfal.

Fdo. Camilo José Cela

Conquistado literariamente Madrid, se va a Palma de Mallorca (1954–1989), donde se introduce en el negocio editorial creando en 1956, con Caballero Bonald como secretario de redacción , una revista literaria llamada Papeles de Son Armadans (1956–1979) que Cela supo orientar más allá del sectarismo propio de aquellos tiempos apoyando la participación de relevantes escritores del exilio. También creó la editorial Alfaguara donde se publican sus obras y las de otros muchos autores del momento. A pesar de su mayor estabilidad económica Cela demostró su talante mercantilista y su connivencia interesada con el poder político del tardofranquismo.

El profesor Ysàs desvela recientemente con documentos cómo personas de renombre de la literatura española, como era ya Camilo José Cela, se ofrecieron a colaborar con el Ministerio de Información en los años de la Transición con el objeto de reconducir, o mejor dicho frenar, la disidencia de otros compañeros. Cela sugiere que algunos intelectuales, disidentes en apariencia, podrían ser sobornados, «domesticados» o convertidos en fieles al sistema. Incluso llegó a sumarse a un grupo de escépticos e inconformistas simulados para poder así espiar sus actividades.

Conociendo las dificultades del oficio, entre otros trucos Cela proponía la compra de libros a ciertos autores para favorecerlos, o hacerles contratos de edición en alguna editorial que colaborara con el franquismo, y si era preciso que se crease al efecto, aumentándoles el porcentaje a percibir para ganárselos.

Presidió la Sociedad de Amistad España-Israel, constituida en los años 70 con el fin de ayudar al establecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países y a fomentar las relaciones culturales, bajo la idea de los elementos constitutivos judíos de la cultura española.

Cela es nombrado Senador en las primeras Cortes Generales de la transición democrática y toma parte activa en la revisión que el Senado efectúa sobre el texto constitucional elaborado en el Congreso de los Diputados. Su enmienda consiste en denominar a la lengua oficial del Estado como «castellano o español» y que el color «gualda» (término casi exclusivo del léxico de la heráldica) de la bandera española sea designado como «amarillo».

Con el comienzo del año de 1979 y con la convocatoria de nuevas elecciones generales, Cela concluye su etapa de Senador por designación real.

Obra literaria

En 1938, concluye Pisando la dudosa luz del día, poemario surrealista, cuando la guerra civil ha estallado ya y Madrid es asediada (el libro sería publicado luego en 1945). En 1942 publicó La familia de Pascual Duarte, novela que se desarrolla en la Extremadura rural de antes de la Guerra Civil y durante ella y en la que su protagonista cuenta la historia de su vida en la que se presenta la violencia más cruda como única respuesta que conoce a los sinsabores de su existencia. Este libro inaugura un nuevo estilo en la narrativa española, conocido con el término «tremendismo».

A partir de aquí Cela concibe la novelística como un género en libertad: el escritor no debe someterse a ninguna norma, de ahí su voluntad experimental que hace que cada una de sus obras sea diferente y que en cada una ensaye una técnica diferente. Mezclando sabiamente los recursos narrativos de las vanguardias del siglo XX , se convirtió en un artista «rompedor». Cela descubre la infalible fórmula literaria que utilizará en adelante: equilibrada aleación de humor, ternura, horror, desenfado verbal y léxico escatológico. Al contrario de otros autores, Cela explica detenidamente o anuncia, en prólogos, paratextos y entrevistas todo lo que escribe y por qué lo hace.

La colmena, se editó en 1951 en Buenos Aires, ya que la censura había prohibido su publicación en España a causa de sus pasajes eróticos. Durante el mismo franquismo, Manuel Fraga cuando fue Ministro del Interior, autorizó personalmente la primera edición española. La novela nos cuenta retazos de las historias de múltiples personajes que se desarrollan en el Madrid de los primeros años del franquismo. Muchos críticos consideran que esta obra incorpora la literatura española a la novelística moderna. El mismo autor definió esta obra como «esta crónica amarga de un tiempo amargo» en el que el principal protagonista es el «miedo». Está considerada por la crítica especializada como la mejor novela española del siglo XX. Fue llevada al cine bajo la dirección de Mario Camus en 1982, en donde el propio Cela participó como guionista y actor.

Tenía pactadas con el régimen del dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez, a precio de oro y para los siguientes 10 años, una serie de cinco o seis novelas (Historias de Venezuela) propagandísticas para aquella dictadura. La catira fue la primera, publicada en 1955. Cela quiso refundar literariamente Venezuela; incluso se aplicó para crear una nueva lengua, la llanera, que fue una impostura absoluta. Se parecía al español rústico, una lengua barbárica que cortaba las palabras por el final. Cela cobró por La catira una suma bastante alta para la época: unos tres millones de pesetas, según el testimonio de su hijo en su biografía Cela, mi padre.

El caso de Cela fue especial. Su encargo se insertó en una ofensiva diplomática para promocionar el perezjimenismo y sus programas de inmigración en el exterior, pero también para vender culturalmente el franquismo. No hay que olvidar que 160.000 españoles se instalaron por entonces en Venezuela. Pero La catira provocó tal escándalo en los círculos culturales del país que la colaboración entre la dictadura del coronel Pérez Jiménez y el escritor gallego quedó liquidada y no hubo más Historias de Venezuela.

«Siempre bajo el título genérico de Historias de Venezuela voy anotando datos y escenas para los siguientes libros, aparte del que hoy me ocupa, claro es [La catira], y que podríamos llamar la novela del llano: La flor del frailejón, novela de los Andes, La cachucha y el pumpá, novela de Caracas, Oro chocano, la novela de Guayana, Las inquietudes de un negrito mundano, novela del Caribe, y una última aún sin título definitivo sobre el mundo del petróleo» (...). «Pienso que, si en un plazo de 10 años, lográsemos tener esa panorámica literaria de nuestro —¿por qué va ser más de usted que mío?— complejo y apasionante país, Venezuela se encontraría a la cabeza de todos los temarios novelísticos de cualquier escritor europeo».

San Camilo 1936 (1969), ambientada, como su título indica («Vísperas, festividad y octava de San Camilo 1936 en Madrid»), en la semana precedente al estallido de la Guerra Civil Española está escrita en un monólogo interior continuo. Estilo parecido se encuentra en su obra Cristo versus Arizona (1994), una de sus novelas más enigmáticas basada en los sucesos de 1881 del OK Corral, la cual está escrita en una única y larga oración con el uso de un solo punto (el final). Narraciones caóticas, con aparición de cientos de personajes y empleo de técnicas cubistas de fragmentación y collage.

Fue un viajero incansable que anduvo con la mochila al hombro por las tierras de España. Camilo J. manifiesta su voluntad de recorrer únicamente tierras españolas, no le interesa lo exótico, ni lo lejano. Sus libros de viaje, que incluyen Viaje a la Alcarria (1948), el más célebre, y Del Miño al Bidasoa (1952), le dieron cierta fama de hombre andariego, fornicador y tragaldabas.

La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona (1977), no demasiado conocida para el público en general, es, sin duda, una de sus obras más divertidas, picantes y recomendables, destacándose que narra un hecho real. Literariamente pertenece al género epistolar: reúne la delirante correspondencia mantenida entre Cela y su amigo y académico Alfonso Canales. Básicamente se comentaban todo suceso extraordinario y normalmente relacionado con la gente común y sus costumbres y hábitos sexuales o estrambóticos en general. Fue llevada al cine con mucho éxito.

María Sabina. Oratorio dividido en 1 pregón (que se repite) y 5 melopeas. Libreto inspirado en la celebrada mujer de conocimiento mazateca. La primera edición de esta obra fue publicada en la revista Papeles de Son Armadans, en diciembre de 1967. Se estrenó, con música de Leonardo Balada, en el Carnegie Hall, de Nueva York, el 17 de abril de 1970. Un mes más tarde, el Teatro de la Zarzuela recibía con manifiesta hostilidad de crítica y público esta ópera inscrita en una línea de ruptura que por aquellos tiempos alcanza otra significativa expresión novelística.

Camilo José Cela fue elegido, en febrero de 1957, miembro de la Real Academia Española donde ocupó el sillón Q. Su discurso de presentación tuvo lugar el día 27 de mayo del mismo año. En su discurso, al que respondió Gregorio Marañón, trató de la obra literaria del pintor José Gutiérrez Solana (1886–1945).

La imagen

Estatua de Camilo José Cela en Padrón.

Tenía grandes dotes de actor, entre ellas una voz poderosa, una excepcional capacidad paródica, sabia dosificación de la expectativa y la sorpresa, empatía con el auditorio y un gran sentido del espectáculo. Cela siempre se mantuvo independiente y a contrapelo de muchas tendencias aun reconociendo una «grave falta de interés por la aventura intelectual». Mantuvo sus ideas políticas derechistas, y el hecho de haber combatido y trabajado a favor del campo nacionalista, le granjearon la enemistad del establishment literario vanguardista. A ello contestaba Cela con su humor dedicando algunos de sus libros «a mis enemigos que tanto me han ayudado en mi carrera».

Considerado como «gran farsante», por la constante antinomia que mantuvo durante su vida entre lo que decía y lo que hacía, Cela propició una especie de relaciones públicas al revés. Era pronto para la imprecación y el exabrupto. En algunas ocasiones se le recuerdan salidas ingeniosas que llenan su anecdotario como la famosa anécdota del Camilo José Cela político: senador por designación real, sentado en su escaño, habiendo tomado la palabra mosén Lluís Maria Xirinacs, una sonora ventosidad de Don Camilo dejó sin habla al orador y enmudeció al auditorio, y para deshacer el entuerto el propio Cela se dirigió al orador y le dijo: «prosiga el Mosén». Poco tiempo después, Cela negó haber dicho esa frase en un programa de TVE, argumentando que, «para hacer callar a un cura, habría hecho falta un elefante, no un gallego».

Otra de las anécdotas más llamativas respecto a su persona la protagonizó igualmente como senador. Estaba el escritor dando cabezadas en plena sesión parlamentaria cuando se le importunó con la pregunta: «¡Señor Cela, está usted durmiendo!». A lo que el Nobel le respondió: «No, estoy dormido». A lo que se replicó: «¿Es lo mismo, ¿no?». «No, monseñor, son cosas distintas», instruyó don Camilo: «No, no es lo mismo. No es igual estar durmiendo que estar dormido, al igual que no es lo mismo estar jodiendo que estar jodido».

En octubre de 1989 el secretario de la Academia Sueca anunció que le había sido concedido el Premio Nobel de Literatura según la propia academia: «...por la riqueza e intensidad de su prosa, que con refrenada compasión encarna una visión provocadora del desamparo de todo ser humano».

En 1994 recibió el Premio Planeta. La obra premiada de Cela, La Cruz de San Andrés , tiene pendiente un juicio por plagio que ha sido reabierto, al haber sido denunciado por una de las participantes que enviaron manuscritos al citado certamen, si bien los peritos judiciales que intervinieron descartaron la existencia de plagio.

En 1995 recibió el Premio Cervantes, el más prestigioso galardón literario de los países de lengua española.

Murió el 17 de enero de 2002 a los 85 años, el mismo día en que su hijo cumplía 56 años. Sus últimas palabras oficiales fueron: ¡viva Iria Flavia!. En ese mismo año, Tomás García Yebra publicó, en Ediciones Libertarias, de Madrid, el libro Desmontando a Cela, prologado por José Luis de Vilallonga. Autor de más de setenta obras de todos los géneros y de novelas memorables, Cela estuvo gran parte de su vida rodeado de reconocimientos y de polémicas.

 

DISCURSOS

Elógio de la fábula
Discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura
10 de diciembre de 1989

Mi viejo amigo y maestro Pío Baroja tenía un reloj de pared en cuya esfera lucían unas palabras aleccionadoras, un lema estremecedor que señalaba el paso de las horas: todas hieren, la última mata. Pues bien: han sonado ya muchas campanadas en mi alma y en mi corazón, las dos manillas de ese reloj que ignora la marcha atrás, y hoy, con un pie en la mucha vida que he dejado atrás y el otro en la esperanza, comparezco ante ustedes para hablar con palabras de la palabra y discurrir, con buena voluntad y ya veremos si también con suerte, de la libertad y la literatura.

No sé donde pueda levantar su aduana la frontera de la vejez pero, por si acaso, me escudo en lo dicho por don Francisco de Quevedo: todos deseamos llegar a viejos y todos negamos haber llegado ya. Porque sé bien que no se puede volver la cara a la evidencia, y porque tampoco ignoro que el calendario es herramienta inexorable, me dispongo a decirles cuanto debo decir, sin dejar el menor resquicio ni a la inspiración ni a la improvisación, esas dos nociones que desprecio.

Escribo desde la soledad y hablo también desde la soledad. Mateo Alemán, en su Guzmán de Alfarache, y Francis Bacon, en su ensayo Of Solitude, dijeron —y más o menos por el mismo tiempo— que el hombre que busca la soledad tiene mucho de dios o de bestia. Me reconforta la idea de que no he buscado, sino encontrado, la soledad, y que desde ella pienso y trabajo y vivo —y escribo y hablo—, creo que con sosiego y una resignación casi infinita. Y me acompaña siempre en mi soledad el supuesto de Picasso, mi también viejo amigo y maestro, de que sin una gran soledad no puede hacerse una obra duradera. Porque voy por la vida disfrazado de beligerante, puedo hablar de la soledad sin empacho e incluso con cierta agradecida y dolorosa ilusión.
El mayor premio que se alcanza a recibir es el de saber que se puede hablar, que se pueden emitir sonidos articulados y decir palabras señaladoras de los objetos, los sucesos y las emociones.
Tradicionalmente, el hombre ha venido siendo definido por los filósofos echando mano del socorrido medio del género próximo y la diferencia específica, es decir, aludiendo a nuestra condición animal y el origen de las diferencias. Desde el zoón politikón de Aristóteles al alma razonable cartesiana, ésos han sido los señalamientos imprescindibles para distinguir entre brutos y humanos. Pues bien, por mucho que los etólogos puedan poner en tela de juicio lo que voy a mantener, no sería difícil encontrar autoridades suficientes para situar en el rasgo del lenguaje esa definitiva fuente de la naturaleza humana que nos hace ser, para bien y para mal, diferentes del resto de los animales.
Somos distintos de los animales, y desde Darwin, sabemos que procedemos de ellos. La evolución del lenguaje tiene, pues, un primordial aspecto que no podemos dejar de lado. La filogénesis de la especie humana incluye un proceso de evolución en el que los órganos que producen e identifican los sonidos y el cerebro que les presta sentido, van formándose en un lento tiempo que incluye el propio nacer de la humanidad. Ninguno de los fenómenos posteriores, desde el Cantar de Mio Cid y El Quijote a la teoría de los quanta, es comparable en trascendencia al que supuso el nombrar por primera vez las cosas más elementales. Sin embargo, y por razones obvias, no voy a referirme aquí a la evolución del lenguaje en ese sentido primigenio y fundamental, sino en otro, pudiera ser que más secundario y accidental, pero de importancia relativa muy superior para quienes hemos nacido en una comunidad con tradición literaria más que secular.
En opinión de etnolingüistas tan ilustres como A.S. Diamond, la historia de las lenguas, de todas las lenguas, navega a través de una secuencia en la que las oraciones comienzan, en sus más remotos orígenes, siendo simples y primitivas para acabar con el tiempo complicándose tanto en su sintaxis con en el contenido semántico que son capaces de ofrecernos. A fuerza de extrapolar la tendencia históricamente comprobable, se supone también que ese avance hacia la complejidad pasa por un momento inicial en el que la mayor parte del peso comunicativo recae sobre los verbos, hasta llegar a la actual situación en la que los substantivos, los adjetivos y los adverbios son quienes salpican y dan densidad al contenido de la frase. Si esta teoría es cierta y si dejamos volar un poco la imaginación, pudiéramos pensar que la primera palabra fue un verbo en su más inmediato y urgente uso, esto es, en imperativo.
El imperativo tiene todavía, claro es, una considerable importancia en la comunicación y es difícil tiempo de verbo con el que debe tenerse sumo cuidado puesto que obliga a conocer muy en detalle las no siempre sencillas reglas del juego. Un imperativo mal colocado puede llevarnos a resultado exactamente opuestos a los deseados, porque en la triple distinción que John Langshaw Austin hizo famosa (lenguaje locucionario, ilocucionario y perlocucionario) ya quedó expuesta con suficiente sagacidad la tesis del lenguaje perlocucionario como el tendente a provocar una determinada conducta en el interlocutor. No sirve para nada el que se ordene algo si aquel a quien se dirige el mandato disimula y acaba haciendo lo que le da la gana.
Desde el zoón politikón al alma razonable han quedado suficientemente delimitados los campos en los que pace la bestia o canta el hombre, no siempre con muy templada voz.
Cratilo, en el Diálogo platónico al que presta su nombre, esconde a Heráclito entre los pliegues de su túnica. Por boca de su interlocutor Hermógenes habla Demócrito, el filósofo de lo lleno y lo vacío, y quizá también Protágoras, el antigeómetra, que en su impiedad llegó a sostener que el hombre es la medida de todas las cosas: de las que son, en cuanto son, y de las que no son, en cuanto no son.
A Cratilo le preocupó el problema de la lengua, eso que es tanto lo que es como lo que no es, y sobre su consideración se extiende en amena charla con Hermógenes. Cratilo piensa que los nombres de las cosas están naturalmente relacionados con las cosas. Las cosas nacen —o se crean, o se descubren, o se inventan— y en su ánima habita, desde su origen, el adecuado nombre que las señala y distingue de las demás. El significante —parece querer decirnos— es noción prístina que nace del mismo huevo de cada cosa; salvo en las razonables condiciones que mueven las etimologías, el perro es perro (en cada lengua antigua) desde el primer perro y el amor es amor, según indicios, desde el primer amor. La linde paradójica del pensamiento de Cratilo, contrafigura de Heráclito, se agazapa en el machihembrado de la inseparabilidad —o unidad— de los contrarios, en la armonía de lo opuesto (el día y la noche) en movimiento permanente y reafirmador de su substancia —las palabras también, en cuanto objetos en sí (no hay perro sin gato, no hay amor sin odio)—.
Hermógenes, por el contrario, piensa que las palabras son no más que convenciones establecidas por los hombres con el razonable propósito de entenderse. Las cosas aparecen o se presentan ante el hombre, y el hombre, encarándose con la cosa recién nacida, la bautiza. El significante de las cosas no es el manantial del bosque, sino el pozo excavado por la mano del hombre. La frontera parabólica del sentir —y del decir— de Hermógenes, máscara de Demócrito y a ratos de Protágoras, se recalienta en no pocos puntos: el hombre, eso que mide (y designa) todas y cada una de las cosas, ¿es el género o el individuo?; las cosas, ¿son las cosas físicas tan sólo o también las sensaciones y los conceptos? Hermógenes, al reducir el ser al parecer, degüella a la verdad en la cuna; como contrapartida, el admitir como única proposición posible la que formula el hombre por sí y ante sí, hace verdadero —y nada más que verdadero— tanto a lo que es verdad como a lo que no lo es. Recuérdese que el hombre, según famosa aporía de Victor Henry, da nombre a las cosas pero no puede arrebatárselo: hace cambiar el lenguaje y, sin embargo, no puede cambiarlo a voluntad.
Platón, al hablar —–quizá con demasiada cautela— de la rectitud de los nombres, parece como inclinar su simpatía, siquiera sea veladamente, hacia la postura de Cratilo: las cosas se llaman como se tienen que llamar (teorema orgánico y respetuoso al borde de ser admitido, en pura razón, como postulado) y no como los hombres convengan, según los vientos que soplen, que deban llamarse (corolario movedizo o, mejor aún: fluctuante según el rumbo de los mudables supuestos presentes —que no previos— de cada caso).
De esta segunda actitud originariamente romántica y, en sus consecuencias, demagógica, partieron los poetas latinos, con Horacio al frente, y se originaron todos los males que, desde entonces y en este terreno, hubimos de padecer sin que pudiéramos ponerle remedio.
En el Ars poetica, versos 70 al 72, se canta el triunfo del uso sobre el devenir (no siempre, al menos, saludable) del lenguaje.
Multa renascentur quae iam cecidere, cadentque
 
Quae nunc sunt in honore vocabula, si volet usus,
Quem penes arbitrum est et ius et norma loquendi.
Esta bomba de relojería —grata, sin embargo, en su aparente caridad— tuvo muy ulteriores y complejos efectos: el último, el de suponer que la lengua la hace el pueblo y, fatalmente, nadie más que el pueblo, sin que de nada valgan los esfuerzos, que por anticipado deben ahorrarse, para reducir la lengua a norma lógica y limpia y razonable. Esta arriesgada aseveración de Horacio —en el uso está el arbitrio, el derecho y la norma del lenguaje— convirtió al desbrozarlo de trabajosas malezas, el atajo en camino real, y por él marchó el hombre, con la bandera del lenguaje en libertad tremolando al viento, obstinándose en confundir el triunfo con la servidumbre que entraña su mera apariencia.
Si Horacio tenía su parte de razón, que no hemos de regatearle aquí, y su lastre de sinrazón, que tampoco hemos de disimularlo en este trance, también a Cratilo y a Hermógenes, afinando sus propósitos, debemos concederles lo que es suyo. La postura de Cratilo cabe a lo que viene llamándose lenguaje natural u ordinario o lengua, producto de un camino histórico y psicológico casi eternamente recorrido, y el supuesto de Hermógenes conviene a aquello que entendemos como el lenguaje artificial o extraordinario o jerga, fruto de un acuerdo más o menos formal, o de alguna manera formal, con fundamento lógico pero sin tradición histórica ni psicológica, por lo menos en el momento de nacer. El primer Wittgenstein —el del Tractatus— es un conocido ejemplo de la postura de Hermógenes en nuestros días. En este sentido, no sería descabellado hablar de lenguaje cratiliano o natural o humano y de lenguaje hermogeniano o artificial o parahumano. Es obvio que me refiero, como se refería Horacio, al primero de ambos, esto es, a la lengua de vivir y de escribir: sin cortapisas técnicas ni defensivas.
También el lenguaje que ahora llamo cratiliano alude Max Scheler —y en general los fenomenólogos— cuando habla del lenguaje como mención o como anuncio o expresión, y Karl Buhler al ordenar las tres funciones del lenguaje: la expresión, la apelación y la representación.
Ni que decir tiene que el lenguaje hermogeniano admite naturalmente su artificio original, mientras que el lenguaje cratiliano se resiente cuando se le quiere mecer en cunas que no le son perjudiciales y en las que, con frecuencia, se agazapan contingencias un tanto ajenas a su diáfano espíritu.
Es arriesgado admitir, a ultranza, que la lengua natural, el lenguaje cratiliano, nazca de las mágicas nupcias del pueblo con la casualidad. No; el pueblo no crea el lenguaje: lo condiciona. Dicho sea con no pocas reservas, el pueblo, en cierto sentido, adivina el lenguaje, los nombres de las cosas, pero también lo adultera e hibridiza. Si sobre el pueblo no gravitasen aquellas contingencias ajenas a que poco atrás aludía, el planteamiento de la cuestión sería mucho más inmediato y lineal. Pero el objeto no propuesto y que, sin embargo, esconde el huevo de la verdad del problema es uno y determinado y no está a mi alcance, ni al de nadie, el cambiarlo por otro.
El lenguaje cratiliano, la lengua, estructura o sistema de Ferdinand de Saussure, nace en el pueblo —más entre el pueblo que de él—, es fijado y autorizado por los escritores, y es regulado y encauzado por las Academias en la mayoría de los casos. Ahora bien: estos tres estamentos —el pueblo, los escritores y las Academias— no siempre cumplen con su peculiar deber y, con frecuencia, invaden o interfieren ajenas órbitas. Diríase que las Academias, los escritores y el pueblo no representan a gusto su papel sino que prefieren, aunque no les competa, fingir el papel de los demás que —pudiera ser incluso por razón de principio— queda siempre borroso y desdibujado y, lo que es peor, termina por difuminar y velar el objeto mismo de su atención: el lenguaje, el verbo que se precisaría esencialmente diáfano. O algebraico y a modo de mero instrumento, sin otro valor propio que el de su utilidad, en el extremo Unamuno de Amor y pedagogía.
Un último factor determinante, el Estado, aquello que sin ser precisamente el pueblo, ni los escritores, ni las Academias, a todos condiciona y constriñe, viene a incidir por mil vías dispersas (la jerga administrativa, los discursos de los gobernantes, la televisión, etc.) sobre el problema, añadiendo —más por su mal ejemplo que por su inhibición— confusión al desorden y caos y desbarajuste.
Sobre los desmanes populares, literarios, académicos, estatales, etc. Nadie se pronuncia, y la lengua marcha no por donde quiere, que en principio sería cauce oportuno, sino por donde la empujan las encontradas fuerzas que sobre ella convergen.
El pueblo, porque le repiten los versos de Horacio a cada paso, piensa que todo el monte es orégano y trata de implantar voces y modos y locuciones no adivinadas intuitiva o subconscientemente —lo que pudiera ser, o al menos resultar, válido o plausible— sino deliberada y conscientemente inventadas o, lo que es aún peor, importadas (a destiempo y a contrapelo del buen sentido).
Los escritores, a remolque del uso, vicioso con frecuencia, de su contorno (señálense en cada momento las excepciones que se quieran), admiten y autorizan formas de decir incómodas a la esencia misma del lenguaje o, lo que resulta todavía más peligroso, divorciadas del espíritu del lenguaje.
El problema de las Academias está determinado por los ejes sobre los que fluctúan: su tendencia conservadora y el miedo a que se les eche en cara.
La erosión del lenguaje hermogeniano sobre el lenguaje cratiliano acentuándose más y más a medida que pasa el tiempo, entraña el peligro de disecar lo vivo, de artificializar lo natural. Y este riesgo puede llegar —repito— tanto por el camino de la pura invención como por el de la gratuita incorporación o de la resurrección o vivificación a destiempo.
Razones muy minúsculamente políticas parecen ser el motor que impulsa e impulsó a las lenguas, a todas las lenguas, a claudicar, con la sonrisa en los labios, ante los repetidos embates de quienes las asedian. Entiendo que el riesgo corrido es desproporcionado a los beneficios, un tanto utópicos, que en un futuro incierto pudieran derivarse y, sin preocupaciones puristas que están muy lejos de mi ánimo, sí quisiera alertar a los escritores, antes que a nadie, a la Academia, en seguimiento, y al Estado subsidiariamente, para que pusiesen coto al desbarajuste que nos acecha. Existe un continuo del lenguaje que salta por encima de las clasificaciones que queremos establecer, sin duda alguna, pero esta evidencia no nos autoriza a hacer tabla rasa de sus fronteras naturales. Suponer lo contrario sería tanto como admitir la derrota que todavía no se ha producido.
Agudicemos nuestro ingenio en defensa de la lengua —repito: de todas las lenguas— y recordemos siempre que confundir el procedimiento con el derecho, como tomar la letra por el espíritu, no conduce sino a la injusticia, situación que es fuente —y a la vez secuela— del desorden.
El pensamiento, con su apéndice inseparable del lenguaje, y la libertad, que probablemente pudiera también unirse a ciertas formas lingüísticas y conceptuales, forman esa especie de marco general en el que caben todas las empresas humanas: las que se destinan a explorar y ampliar las fronteras de lo humano y también aquellas otras que, por el contrario, no buscan sino abdicar de la propia condición de hombre.

El pensamiento y la libertad fundan por igual el ánimo de héroes y villanos. Pero esa condición general oculta la necesidad de mayores precisiones si tenemos que acabar entendiendo qué es lo que significa, en realidad, pensar y ser libre. Pensar, en la medida en que sabemos identificar los fenómenos de la conciencia, resulta para el hombre «pensar en ser libre». Se han consumido multitud de argumentos para establecer hasta qué punto es esa libertad algo cierto, o en qué medida no constituye sino otro de los fenómenos que taimadamente acuña el pensamiento humano, pero es ésa una controversia probablemente inútil. Un filósofo español ha sabido advertirnos que tanto el espejismo como la imagen auténtica de la libertad significan la misma cosa. Si el hombre no es libre, si queda sujeto a unas cadenas causales que tienen su raíz en la base material que estudian la psicología, la biología, la sociología o la historia, cuenta también en su condición de ser humano con la idea, quizá ilusoria pero absolutamente universal, de su propia libertad. Y si creemos ser libres, vamos a organizar nuestro mundo de forma muy parecida a como lo haríamos si, finalmente, resultamos serlo. Los elementos arquitectónicos en que hemos ido apoyando, con mayor o menor fortuna, el entramado complejo de nuestras sociedades, establecen el postulado fundamental de la libertad humana, y pensando en él valoramos, ensalzamos, denigramos, castigamos y padecemos: con el aura de la libertad como espíritu que infunde los códigos morales, los principios políticos y las normativas jurídicas.

Sabemos que pensamos y pensamos porque somos libres. En realidad es un pez que se muerde la cola, o mejor dicho, un pez ansioso por atrapar su propia cola, el que liga la relación entre pensamiento y libertad; porque ser libre es tanto una consecuencia inmediata como una condición esencial del pensamiento. Al pensar, el hombre puede desligarse cuanto desee de las leyes de la naturaleza: puede aceptarlas y someterse a ellas, claro es, y en esa servidumbre basará su éxito y su prestigio el químico que ha traspasado los límites de la teoría del flogisto. Pero en el pensamiento cabe el reino del disparate al lado mismo del imperio de la lógica, porque el hombre no tan sólo es capaz de pensar el sentido de lo real y lo posible. La mente es capaz de romper en mil pedazos sus propias maquinaciones y recomponer luego una imagen aberrante por lo distinta. Pueden así añadirse a las interpretaciones racionales del mundo sujetas a los sucesos empíricos cuantas alternativas acudan al antojo de aquel que piensa, por encima de todo, bajo la premisa de la libertad. El pensamiento libre, en este significado restringido que se opone al mundo empírico, tiene su traducción en la fábula. Y la capacidad de fabular aparecería, pues, como un tercer compañero capaz de añadirse en la condición humana al pensamiento y la libertad, gracias a esa pirueta que concede carácter de verdad a lo que, hasta la presencia de la fábula, ni siquiera fue simple mentira.
A través del pensamiento el hombre puede ir descubriendo la verdad que ronda oculta por el mundo, pero también puede crearse un mundo diferente a su medida y los términos que llegue a desear, puesto que la presencia de la fábula se lo permite. Verdad, pensamiento, libertad y fábula quedan así ligados por medio de una relación difícil y, en ocasiones sospechosa, de un oscuro pasadizo que contiene no pocos equívocos en forma de sendero —y aun de laberinto— del que no se sale jamás. Pero la amenaza del riesgo siempre ha sido la mayor fuente de argumentos para justificar la aventura.
La fábula y la verdad científica no son formas del pensamiento sino que, contrapuestas, constituyen no más que entidades heterogéneas e imposibles de comparación recíproca puesto que apelan a códigos diferentes y se someten a técnicas muy diversas. No cabría, pues, esgrimir al estandarte de lo literario en la tarea pendiente de la liberación de los espíritus, si es que hay que tomarlo como contrapartida de esa novísima esclavitud de la ciencia. Creo que, muy al contrario, se trata de ir distinguiendo con muy prudente diligencia entre aquella ciencia y aquella literatura que, al alimón, encierran al hombre dentro de las paredes rígidas contra las que acaba por estrellarse toda idea de libertad y voluntad, y atreverse a contraponerlas a esas otras experiencias científicas y literarias que pretenden ceñirse a la esperanza. El confiar ciegamente en el sentido superior de la libertad y la dignidad del hombre frente a aquellas sospechosas verdades que acaban por disolverse en un mar de presunción sería, pues, testimonio de haber avanzado un paso en el camino. Pero no basta. Si algo hemos aprendido es que la ciencia no solamente resulta incapaz de justificar las pretensiones de la libertad, sino que, además, necesita de las muletas que le permitan un apoyo exactamente contrario. Las exigencias más profundas de los valores de la libertad y voluntad humanas son las únicas capaces de fundamentar la ciencia y permitirle, con tales armas, escaparse de un utilitarismo que no puede resistir la trampa de la cantidad y la medida. En esa idea aparece la necesidad de reconocer que la literatura y la ciencia, aun siendo heterogéneas, no pueden permanecer aisladas en una profiláctica labor de definición de áreas de influencia. No pueden hacerlo por un doble motivo, que atiende tanto a la condición del lenguaje (esa herramienta básica del pensamiento), como a la necesidad de ir acotando y distinguiendo tanto lo que es encomiable y digno de elogio como lo que, por el contrario, tiene que sufrir la denuncia de todos los que aceptan el compromiso con su propio ser.
A mí me parece que la literatura, como máquina de fabular se apoya en dos pilares que constituyen el armazón necesario para que la obra literaria resulte valiosa. En primer lugar, un pilar estético, que obliga a mantener la narración (o el poema, o el drama o la comedia) por encima de unos mínimos de calidad que ocultan, por debajo de ellos, un mundo subliterario en el que la creación resulta difícilmente acompasable con las emociones de los lectores. Desde el realismo socialista a las múltiples veleidades pretendidamente experimentalistas, la ausencia de talento estético convierte esa subliteratura en un monótono engarce de palabras incapaces de lograr fábula valedera alguna.
Pero una segunda columna, esta vez de talante ético, asoma también en la consideración del fenómeno literario, prestando a la calidad estética un complemento que tiene mucho que ver con todo lo dicho hasta ahora respecto al pensamiento y la libertad. Los presupuestos ético y estético no tienen, claro es, ni igual sentido ni idéntica valía. La literatura puede instalarse en un difícil equilibrio sobre una única dimensión estética que justifique el arte por el arte, y que pudiera ser que la calidad de la emoción estética fuere, a la larga, una condición de más dilatada vida que el compromiso ético. Todavía podemos apreciar los poemas homéricos y los cantares épicos medievales, mientras que ya hemos olvidado, al menos en forma de conexión automática, el sentido ético que tuvieron en las ciudades helénicas y los feudos europeos. Pero el arte por el arte es, en sí mismo, un dificilísimo ejercicio, siempre amenazado de usos espurios capaces de tergiversar su real significado.
Creo que el presupuesto ético es el elemento que convierte la obra literaria en algo verdaderamente digno del papel excelso de la fabulación. Pero convendría entender bien el sentido de lo que estoy diciendo, porque la fábula literaria, en tanto que expresión de aquellos lazos que unían la capacidad humana de pensar con la vivencia quizá utópica del ser libre, no puede reflejar cualquier tipo de compromiso ético. Entiendo que la obra literaria tan sólo admite el compromiso ético del hombre, del autor, con sus propias intuiciones acerca de la libertad. Claro es que cualquier hombre, y el más astuto y equilibrado de los autores literarios, no es nunca capaz (quizá fuera mejor decir: no es siempre capaz) de superar su propia condición humana; cualquier hombre, digno, está amenazado de ceguera, y el sentido de la libertad es lo suficientemente ambiguo como para que en su nombre puedan cometerse los más aciagos errores. Tampoco la calidad estética puede aprenderse según los esquemas de los manuales. La fábula literaria está condenada a acertar tanto en su intuición ética como en su compromiso estético, porque tan sólo de esa manera podrá tener un significado aceptable en términos ajenos a una posible moda pasajera o a una confusión rápidamente enmendable. En tanto que la historia del hombre es móvil y sinuosa, ni la intuición ética ni la estética pueden anticiparse fácilmente. Existen autores cuya sensibilidad para captar emociones colectivas les llevan a convertirse en magníficos ejemplos de la onda colectiva imperante, y dan a su obra un carácter de reflejo condicionado. Otros, por el contrario, echan sobre sus hombros la tarea ingrata y a menudo no lo bastante aplaudida de situar la libertad y la creatividad humana un poco más arriba en ese camino que quizá tampoco lleve a ninguna parte. Inútil es decir que tan sólo en este caso la literatura cumple su función más exactamente identificada con el compromiso marcado por la condición humana y, si exigimos un rigor absoluto en estas tesis, tan sólo ella podría llamarse con todos los honores la verdadera literatura. Pero la sociedad humana no puede estar vinculada más que a los genios, los santos y los héroes.
En esta tarea de búsqueda de la condición libre, la fábula cuenta con las notorias ventajas que le proporciona, precisamente, la maleabilidad interna del relato literario. La fábula no necesita sujetarse a imposición alguna que pueda limitar ambiciones, novedades y sorpresas y, en tanto que esto sea así, puede permitirse como ningún otro medio del pensamiento el mantener bien alto el estandarte de la utopía. Quizá por ello los más sesudos tratadistas de la filosofía política han decidido enmascarar bajo la forma del relato literario aquellas propuestas utópicas que en su momento no habrían sido aceptadas fácilmente sin los ropajes de la ficción. Una fábula no tiene límites para la utopía, en tanto que ella misma está por necesidad anclada en la condición utópica.
Pero no tan sólo en la facilidad para la propuesta utópica cuenta con ventajas la expresión literaria. La plasticidad interna del relato, la maleabilidad de las situaciones, los personajes y los acontecimientos, resulta un magnífico crisol para aventurar sin mayores riesgos todo un taller o, si se prefiere, un laboratorio en el que los seres humanos ensayan su conducta en condiciones inmejorables para el experimento. La fábula no se limita a indicar la utopía; puede también analizar cuidadosamente cuál es su discurrir y sus consecuencias en todas aquellas alternativas, desde la sesuda previsión hasta el disparate, que el pensamiento creador pueda sugerir.
El papel de la literatura como laboratorio experimental ha sido resaltado numerosas veces gracias a la ficción científica, a la especulación acerca de épocas futuras que luego nos ha tocado vivir. La crítica ha repetido hasta la saciedad su admiración por el talento anticipador de novelistas que han sabido incluir en sus fábulas las coordenadas básicas de un mundo que luego ha seguido las pautas allí enunciadas. Lo verdaderamente útil de la fábula como crisol experimental no es la anécdota del acierto en la anticipación técnica, sino el retrato, tanto puntual y directo como en negativo, capaz de trasmutar los colores de un mundo posible, ya sea futuro o actual. Es el hecho en sí de la búsqueda de compromisos humanos, de experiencias trágicas y de situaciones capaces de sacar a la luz de la siempre ambigua necesidad de optar ciegamente ante las necesidades del mundo que nos rodea o puede rodearnos, lo que compone el fresco de la literatura como laboratorio experimental. En realidad el valor de la literatura con experimento de conductas tiene poco que ver con las anticipaciones porque la conducta de los hombres sólo tiene pasado, presente y futuro en un sentido específico y limitado. Hay otros aspectos fundamentales de nuestra forma de ser que resultan, por el contrario, de una pasmosa permanencia, y nos permiten de tal forma conmovernos con una narración emocional radicalmente ajena a nosotros en términos temporales. Es el «hombre universal» el que tiene ese premio mayor de la fabulación literaria, en un taller experimental que no conoce ni fronteras ni tiempos. Son los quijotes, los otelos y los don juanes quienes nos enseñan que la fábula no es más que un ajedrez jugado mil veces distintas con las piezas que el destino puede en cualquier momento hacer aparecer.
Podría pensarse en la más absoluta de las determinaciones como sustrato de la pretendida libertad que estoy pregonando, y así sucedería sin duda alguna de no mediar la presencia de ese ser imperfecto, voluble y confuso que es el autor en tanto que hombre, en tanto que persona. La magia de un Shilock no hubiera jamás aparecido sin el bardo genial cuya dudosa memoria es mucho más inconsciente, por supuesto, que la del personaje a quién proporcionó la vida y privó al alimón de la muerte. ¿Y qué decir de los anónimos clérigos y juglares de los que no conservamos más que el resultado de su talento? Sin duda hay una cosa que merece ser recordada por encima de toda cuanta determinación sociológica o histórica quiera imponérsenos: que hasta el momento, y en la medida en que podemos imaginarnos el futuro de la humanidad, la obra literaria está estrechamente sujeta a la necesidad de un autor, de una fuente individual de aquellas intuiciones éticas y estéticas a las que antes me refería, como filtro de la corriente que sin duda procede de toda la sociedad que la rodea. Es esta conexión entre el hombre y la sociedad la que mejor expresa quizá la propia paradoja del ser humano sujeto al orgullo de su condición de individuo y amarrado, a la vez, a una envoltura colectiva de la que no puede desembarazarse sin riesgo de locura. Cabría extraer una posible moraleja: la que señalaba los límites de lo literario como aquellos que constituyen precisamente las fronteras de la naturaleza del hombre y enseñan más allá de la condición, idéntica por otro lado de dioses y demonios. Nuestro pensamiento puede imaginar los demiurgos, y la facilidad de las culturas humanas para inventar religiones es una muestra cierta de ello; nuestra capacidad para la fábula puede proporcionar la base literaria útil para ilustrarlas, cosa que desde los poemas homéricos no hemos dejado de hacer. Pero ni siquiera de esa forma podríamos llegar a confundir nuestra naturaleza y acabar de una vez para todas con la tenue llama de libertad que late en la conciencia íntima de un esclavo a quien se puede obligar a obedecer, pero no a amar, y a sufrir hasta la muerte, pero no a cambiar sus pensamientos profundos.
Cuando el ciego orgullo racionalista fue capaz de renovar en los espíritus ilustrados la tentación bíblica, la sentencia última que prometía «Seréis como dioses» no tuvo en cuenta que el ser humano había conseguido ya ir mucho más lejos por ese camino. Las miserias y los orgullos que habían jalonado durante siglos la tarea de volverse como dioses había ya enseñado a los hombres una lección mejor: que mediante el esfuerzo y la imaginación podían llegar a ser como hombres. Y no puedo dejar de proclamar, con orgullo, que en esa tarea, por cierto pendiente en una parte bien considerable, la fábula literaria ha resultado ser una herramienta decisiva en todo tiempo y en cualquier circunstancia: un arma capaz de enseñarnos a los hombres por dónde puede seguirse en la carrera sin fin hacia la libertad.

La obra literaria del pintor Solana

Discurso de ingreso en la Real Academia Española.
26 de mayo de 1957.

Camilo José Cela

SEÑORES ACADÉMICOS:

CONVOCADO POR VUESTRA GENEROSIDAD, que es mayor, sin duda alguna, que mi derecho y aun que mi osadía, heme aquí, ante vosotros, a la espalda mi flaco mérito, mi ruin bagaje. Los guardiaciviles del camino se quedarán atónitos cuando, en mis andaduras por venir, a su pregunta de si llevo o si traigo papeles responda alargándoles una tarjeta en la que, con letra de bulto, se diga: Camilo José Cela, de la Real Academia Española. Lo más probable es que, de momento y por lo que sí o por lo que no, me detengan.

Me trae a esta Casa —declaro lo que todos sabéis— más vuestra liberal dádiva que mi escurrido merecimiento y pienso que pecaría por omisión si no os advirtiese del peligro que corréis, si repetís vuestras tolerancias, de ser declarados pródigos por la historia. Os agradezco, sobre el favor que me hacéis, la presteza con que me lo habéis hecho. Es la vieja receta del viejo Marqués de Santillana:

"Usa liberalidad e da presto: que del dar, lo más honesto es brevedat"

Ignoro cuál es, en estos instantes, mi orgullo mayor: si proclamar esta verdad que os digo o saberme llamado a decíroslo desde donde os lo digo. La verdad, para Platón, era la más grata y amena de todas las músicas; de mí puedo prometeros que, sin ser músico ni perito en solfas o compases, sí soy —hasta donde mis escasas fuerzas y el respeto que debo a los demás me lo permiten— verdadero y honesto: casi temerariamente verdadero y honesto.

Quisiera desvirtuar con la voz de mi honrada verdad las palabras, en tantas ocasiones ciertas, de Quevedo: pocas veces quien recibe lo que no merece, agradece lo que recibe. También quisiera —mínimo tributo que me permito ofrendar al aristocrático y raro senado que me acoge— ser la excepción a la triste regla de los desmerecimientos y las ingratitudes, confesando, tan paladina como abiertamente, mi pasmo ante lo que, apoyados en vuestra propia y descomunal largueza, hoy me dais. Porque discurro que, si mi valor es mínimo, es a mí a quien toca acrecentarlo sabiendo agradecer vuestro beneficio.

Viene de muy alto, señores académicos, la distinción que se me otorga; viene de vosotros. Majestatem res data dantis habet. Ovidio nos lo dejó dicho: el regalo tiene el rango de quien lo hace. Y si, sobre alto, el favor colma y rebosa la copa de todas las generosidades, ¿cuál no ha de ser la gratitud del favorecido? El prudente Fray Luis de Granada —quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija— nos brinda la autorizada palabra que a mí me falta: cuanto es el beneficio más gracioso, tanto deja al hombre más obligado.

Y aquí estoy —obligado— en vuestra presencia y dispuesto, con harta preocupación, a hacerme acreedor a la confianza —y en vuestra confianza anida el peligro que corréis y al que antes aludí— que en mí depositáis llamándome a suceder, en su misma silla Q, al Almirante Rafael Estrada Arnaiz,1 gallego como yo lo soy, marino como yo no llegué a serlo, ¡ay, las remotas vocaciones y aficiones, y cómo se las llevó la mar!, y hombre ilustre por tantos conceptos que yo jamás alcanzaré.

Toda una baraja de próceres —baraja compuesta, a diferencia de la del jugador, de naipes, todos, de la misma alta valía— me atemoriza y preocupa, con sus doce gloriosas sombras que son ya carne de historia, pasto de la misma historia, desde el respaldo de la silla que vuestra magnanimidad —y también, en cierto modo, vuestra crueldad— me ha destinado.

Desde el 21 de febrero, fecha en que me votasteis, la letra Q baila ante mis ojos la mareadora danza de los doce ángeles fantasmas de mi temor.

Apiadaos de mí, que no sé ni cómo comenzar. Quizás suceda que mi cuerpo de vagabundo no da para el chaleco del académico. Pero ya es tarde para volverse atrás. Que los manes del Capitán General don Mercurio Antonio López Pacheco, Marqués de Villena, Duque de Escalona y Embajador en París, y del Teniente General don Juan López Pacheco, Marqués de Villena, Duque de Escalona y Comendador de la Orden de Santiago, mis dos más antiguos abuelos académicos, me sean propicios. Ambos fueron directores de la Corporación en los tiempos en que, vinculada a tan noble familia, la Corporación nacía, y ambos fueron figuras señaladas en el libro de las mil páginas siempre abiertas de España.

Que don Martín de Ulloa —perito en sedas, en duelos y desafíos, en lenguas, en razas y en jurisprudencias— y don Antonio Porcel, a caballo de los siglosxviii y xix, testigo de excepción de las ilustraciones y las independencias, velen por mí, desde su alto cielo de los sabios.

Que don Juan Nicasio Gallego, clérigo patriota y liberal, y don Antonio Ferrer del Río, prologuista de la edición académica de La Araucana e historiador del reinado de Carlos III, vean con los buenos ojos del alma esta humildad, máscara de mi desnudez, con que me apresto a sucederles.

Que don Antonio Arnao, el fecundo poeta de Las melancolías, y don Francisco Fernández y González, miembro de cuatro Academias, Rector de la Universidad de Madrid y, aún mozo de veinte años no cumplidos, catedrático de Retórica y Poética, hombre de vastos conoceres, y sólida formación humanística, sean indulgentes conmigo en lo mucho que mi atrevimiento necesita.

En este punto, señores académicos, en que me refiero, siquiera tan de pasada, al octavo sillón Q, mi quinto antecesor, mi retatarabuelo en esta Casa, permitidme una alusión familiar, traída de la mano de los apellidos, a mi pariente Modesto Fernández y González, autor de La hacienda de nuestros abuelos y de un ameno Viaje a Portugal, que no fue académico de la Española, ciertamente, aunque sí de la de Jurisprudencia y Legislación, pero que pesa en mi agradecido ánimo por haber firmado múltiples artículos en los periódicos y revistas de fin de siglo con el seudónimo Camilo de Cela. Disculpad mi licencia en atención a ser el único antecedente literario de mi sangre.

Tras don Francisco Fernández y González, a quien don Antonio Maura dedicó un penetrante estudio en el Boletín de esta Academia, ocupó la silla que me brindáis el Rvdo. P. Fidel Fita y Colomer, S. J., filólogo, historiador y arqueólogo, del que Menéndez y Pelayo, en el prólogo a la segunda edición de los Heterodoxos españoles, dice que es, sin disputa, el español de su tiempo que ha publicado mayor número de documentos de la Edad Media. El ilustre jesuita que, conociendo doce o catorce idiomas, alternó el literario —y más que cumplido— uso del castellano con el del francés y el de su noble y sonoro catalán materno, publicó en el habla de Racine las Tablettes historiques de la Haute Loire y escribió en la flexible lengua de Ramón Llull, entre otros textos, sus bellas páginas de Los Reis d'Aragó i l'a Seu de Girona y de Lo llivre vert de Manresa. Hombre de tanta virtud como conocimiento, fue, asimismo, académico de Bellas Artes y director de la de la Historia. La muerte, que jamás perdona, se lo llevó de este bajo mundo para que su sillón lo ocupase don Javier Ugarte y Pagés, Auditor General del Ejército, diputado, senador, Ministro de la Gobernación y de Gracia y Justicia, Consejero de Estado, académico de la de Ciencias Morales y Políticas, presidente de la Real Sociedad Geográfica Española, jurisconsulto, periodista, poeta y comediógrafo. Fueron tantos y tales —y tan justos y merecidos— los cargos, actividades, condecoraciones y honores de don Javier Ugarte, que su sola enumeración nos llevaría hasta lindes remotas y muy alejadas de nuestro propósito.

  • (1) Prefiero usar Arnaiz, sin tilde, y desterrar la y que, en ocasiones se le ha intercalado entre sus dos apellidos; don Rafael firmaba como aquí se cita.

 


En España, el que resiste, gana

Discurso de recepción del Premio Príncipe de Asturias. Oviedo, 1987.

Señor, 
Señora, 
Alteza, 

Y también: señor presidente de la Fundación Principado de Asturias, dignísimas autoridades eclesiásticas, civiles y militares, señoras y señores.

En La Arcadia de Lope de Vega se dicen estos versos:

¡Ay, dulce y cara España, 
madrastra de tus hijos verdaderos, 
y con piedad extraña 
piadosa madre y huésped de extranjeros!

En España —y os lo digo, Alteza, porque sois joven y español— el que resiste, gana. Y también os lo digo, Alteza, porque habréis de lidiar durante vuestra vida, que para bien de todos os deseo larga y colmada de aciertos, con los tres embates que siempre se arrancan y siempre se estrellan contra el alma de los elegidos: el hombre impaciente, el del tiempo inclemente y

Entrega del Premio Príncipe de Asturias a Camilo José Cela (1987)

Alteza, no demos pábulo ni al inerte sentimiento ni a la anestesiadora y deformante nostalgia y dejemos volar la esperanza y la ilusión, que son las dos alas de la saludable felicidad que ni cesa ni aun se interrumpe.

El que espera tiene a su lado un buen compañero en el tiempo, nos dejó dicho Saavedra Fajardo en sus Empresas políticas y en glosas a unas palabras que pronunciaba con elegante y noble regodeo vuestro trasabuelo Felipe II: «yo y el tiempo contra todos».

«Se dará tiempo al tiempo —pensaba y escribía Cervantes en La gitanilla—, que suele ser dulce salida a muchas amargas dificultades». Y en Las dos doncellas: «Dejad el cuidado al tiempo, que es gran maestro en dar y hallar remedio». Y en el Quijote: «Dejando al tiempo que haga de las suyas, que es el mejor médico de estas y de otras mayores dificultades». Una ilustre española y amiga, María Zambrano, Premio Príncipe de Asturias y serena voz del pensamiento, nos dice que quizá no exista experiencia que preste mayor madurez al hombre que su descubrimiento del tiempo. Otro premio, Alteza, de vuestro título —y os hablo ahora de Mario Bunge—, se sorprende de que el tiempo, siendo, sobre imperceptible, inmaterial, pueda medirse con tanta precisión. Observad, don Felipe, que esta precisa exactitud en la medida del tiempo funciona en extensión, sí, pero no en intensidad, ya que no es el mismo el minuto del enamorado que el del condenado a muerte.

Desde aquel histórico 3 de octubre de 1981, en el que por vez primera en vuestros aún breves y tan lozanos días, os dirigíais en público y cabe estos muros ya nimbados de recuerdos a nuestros compatriotas los españoles, hasta hoy, el tiempo, con su pausado caminar inexorable, ha transcurrido con suficiente holgura y generosidad para que yo pueda haber alcanzado el honor a todas luces inmerecido, de dirigiros estas breves y muy sinceras palabras: en este Oviedo capital de la Asturias entrañable, con el motivo que aquí nos convoca y en presencia de vuestros augustos padres los Reyes de todos los españoles la gozosa insignia de España.

En la esfera de algún viejo reloj se leen, referidas a las horas que pasan y pasan sin apurarse jamás ni detenerse nunca, unas palabras tan ciertas como fatales: Todas hieren, la última mata. Doy gracias a Dios, Alteza, porque, aun herido, todavía no sonó mi hora y puedo deciros mi palabra ante todos y con el corazón saliéndoseme por la boca de emoción y de contento.

Escuchad, Alteza, lo que os voy a decir, lo que os vengo diciendo, y pensad que no me mueve ningún otro afán que el de la verdad que me debo a mí mismo y el de la lealtad que a vos os debo.

Sois el titular de este viejo Principado marinero y minero, agricultor y ganadero, industrial y comercial, literario, señorial y popular que presta su nombre a la benemérita Fundación que es hoy nuestra anfitriona y pienso que, como Premio Príncipe de Asturias que soy e interpretando el sentir de mis compañeros, los demás premiados a mayor mérito y justicia, me cumple agradeceros, en nombre de todos, vuestra presencia aquí y vuestra tutela. Y no sólo por el galardón que recibimos sino por el hecho, no demasiado frecuente en nuestra historia, de que los tirios que mandan y los troyanos que obedecemos y pensamos y trabajamos y escribimos y hacemos, mejor o peor, aquello que debemos y creemos saber hacer, seamos capaces de reunirnos para festejar, con el corazón limpio y la voluntad abierta, un evento glorioso: el de la concordia que a todos nos salvará. Mis palabras son de paz porque nada sujeta más y mejor a la guerra que la mesura en el juicio y la actitud. Mesura hasta el sufrimiento, pedía Séneca a quienes se gozaban en el arte de pensar.

Otro ilustre español y amigo, don José Ferrater Mora, se lamentaba desde esta misma tribuna, de la política de despilfarro intelectual de España, por fortuna ya en vías de la enmienda, frente a la política de respeto intelectual de otros países en los que el aplauso a las cosechas de la inteligencia prima sobre cualquier otro supuesto. Nos falta todavía mucho, bien lo sé, pero pienso, en mi patriótico optimismo, que quizás estemos ya en el buen sendero del escarmiento y dé su fruto el acierto, y Vuestra Alteza es testigo excepcional. Hemos cruzado ya el Rubicón del orgulloso y esterilizador «que inventen ellos» y estamos empezando a entrever que nuestro camino es otro. Quisiera poder deciros, Alteza, que los españoles asumimos ya nuestro deseo y nuestra voluntad de inventar y de gozar del invento.

Aún otro ilustre español y también amigo, don Severo Ochoa, pidió desde esta misma aireada plataforma, un ambiente propicio y un estímulo, una comprensión y un interés para la actividad creadora. Ya empezamos a tenerlo entre nosotros. Ochoa pedía que la promoción de la ciencia en España fuese vinculada a la Corona para que pudiera adquirir la deseada estabilidad y yo me permito sugerir ahora, con tanta convicción como respeto, que esa vinculación se ampliara a otros ámbitos también hoy representados aquí.

Alteza: vuestro padre se propuso ser el Rey de todos los españoles y a fe que lo consiguió. Somos muchos los españoles que quisiéramos verlo como espejo de conducta y buen propósito, como haz luminoso que en cada instante nos alumbrara el camino de la inteligencia en su prosecución de óptimo fruto. Porque en buena política no hay patrimonio que ministrar si antes no ha sido creado con salud, rigor y vigor.

Alteza, ya sois un hombre, pero, desde muchacho y aun desde niño, estáis en contacto con lo mejor y más granado de España: anteayer con los militares y los trabajadores, ayer con los marinos y los deportistas, hoy con los aviadores y los poetas, mañana con los universitarios y los estudiosos y siempre con los españoles que viven y sueñan a nuestro mismo compás, a ese compás que —bien mirado— no es nuestro ni de ellos, sino común y compartido.

Este es el paisaje en que la representación de vuestros pasos históricos ha de tener lugar y ha de acontecer por rigurosa ley de fatalidad: se llama España y no tenemos otro ni tampoco podemos ni queremos cambiarlo por ningún otro. Nuestro naipe está sobre la mesa y con él hemos de jugar la partida en la que nos va el presente y el futuro. De nuestra sabiduría y prudencia dependerá el resultado y el llanto o la alegría.

Alteza, los españoles estamos orgullosos y celosos de vuestro padre el Rey y tenemos la difusa pero también ciertísima convicción de que, sin su providencial presencia entre nosotros, no estaríamos celebrando aquí y ahora esta fiesta de concordia y de paz.

Alteza, estáis llamado a ser el Rey de España cuando Dios disponga, y pido a Dios que se sirva tomar su disposición después de haber pasado muy largos años: recordad las palabras que os dije de Saavedra Fajardo y de Cervantes. Para entonces yo ya no estaré en el mundo de los vivos, pero creedme si os aseguro que moriré en paz y reconfortado al ver a nuestra patria en el buen camino del sosiego acorde y la tranquilidad provechosa y ubérrima.

Señor, Señora, Alteza, gracias por haberos dignado escuchar las palabras de un español sin más mérito que su voluntad y su paciencia o, si mejor lo queréis, su esperanza. Y gracias por vuestra presencia aquí, signo inequívoco de la vinculación de la Corona con la España de la ciencia, el pensamiento y las artes que el insigne asturiano Severo Ochoa pedía con tan noble acento.

Muchas gracias.


 

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