La gasolina en polvo y el motor de agua

20 de enero de 2014

 

Malos tiempos corrían para la mayoría de los españoles en aquellos años de posguerra. Muerte, cárcel, hambre, frío y sufrimiento. Mientras, otros organizaban el nuevo estado, sustentado en la victoria guerrera y la represión política. Junto con la penuria económica, también había pocas luces. Y en éstas estábamos, cuando a Franco se le apareció la virgen, como hoy a Báñez, en forma de patente, que convertiría el agua en el combustible que tanto faltaba.
 

En 1940 llegó a la corte —sin rey— Albert Elder von Filek, un pintoresco exiliado austriaco, tras la derrota del Imperio Central en la Primera Guerra Mundial, simpatizante de Franco por su victoria contra el comunismo. Decía poseer una fórmula secreta que cambiaría el mundo, por lo que estaba siendo perseguido por las empresas del petróleo. Había descubierto la fórmula secreta de la gasolina sin petróleo. A cambio de que el régimen de Franco le protegiera, le ofrecía su fórmula mágica en exclusiva, Todos quedaron entusiasmados y el primero el general. La nueva España, hambrienta, que se enfrentaba a un entorno sin recursos y sin industria, iba a ser capaz de convertir el agua en gasolina, que sacaría a España de la miseria. Perfecto caldo de cultivo para el ingenio y los audaces, también para estafadores, corruptos y tiranos.

 Hacía un año que había terminado la guerra civil y España era un país arruinado y devastado. La situación económica era caótica, con una balanza comercial deficitaria y en general, en estado de bancarrota técnica. Un país deficitario en recursos energéticos, salvo el carbón, le hacia falta petróleo para su reconstrucción. A las puertas de la Segunda Guerra Mundial, nadie daba nada. El poco petróleo que se recibía, procedente de EEUU, debía ser pagado al contado, en dólares americanos o en libras inglesas. Además, España estaba haciendo frente a las deudas contraídas con la Alemania nazi y la Italia fascista (se calcula que más allá de la ayuda militar ascendía a 372 millones de marcos y 5.000 millones de liras), cuyos estados herederos, República Federal Alemana y la República Italiana, nunca renunciaron al cobro de la misma. No fue hasta mediados de los años sesenta, cuado España terminó de pagar las deudas de guerra.

 En 1.940, el combustible, como casi todo, estaba sometido a racionamiento, haciendo casi imposible el transporte de mercancías por carretera —el ferrocarril no había empezado a reconstruirse por exigencias del propio Hitler, ante la guerra mundial que se avecinaba—. Los escasos turismos de la época, habían incorporado calderas para el gasógeno, que funcionaban usando la gasificación obtenida a partir de combustibles sólidos: carbón, leña o cualquier otro residuo, como la basura, también tan escasa.

 Don Claudio, como era conocido en algunos sectores, por aquello de «claudillo», vio a von Kilek como mensaje divino y al chofer su emisario. La fórmula von Kilek consistía en una mezcla de 75% agua filtrada, 20% de extractos de plantas y fermentos y un 5% ingredientes secretos, dando un combustible muy superior a la gasolina. Visto lo visto, que era poco, pero con ojos de «rey Midas», al austriaco le pusieron un pisito. Se le concedieron diez millones de pesetas de la época y unos terrenos a orillas del río Jarama, cuyas aguas, analizadas por el inventor, eran muy apropiadas para el proceso de producción. Allí debía ser construida la fábrica para la elaboración del combustible.

 El chofer de confianza de Franco, fue colaborador necesario en el fraude de la gasolina en polvo. Decía que el gasógeno del propio coche del caudillo, estaba alimentado por esa milagrosa mezcla y que los camiones de transporte de pescado ya habían hecho pruebas con éxito. Todos cayeron en el timo. El Ministerio de Hacienda anunció que la Fábrica de Carburante Nacional, estaría en condiciones de producir tres millones de litros por día, frente al millón que se consumía entonces, ahorrándose 150 millones de pesetas anuales en importación de petróleo. La economía española estaba salvada. Estaba en posesión de la «piedra filosofal». España podía pasar a ser un exportador neto de gasolinas en un mercado mundial escaso de combustible y acabar con las deudas generadas con sus aliados y mucho más.

 Cuando se descubrió que el agua del Jarama seguía siendo agua, ahora empobrecida con la mezcla de los brebajes, los socios: Albert Elder von Filek y el chofer de confianza, terminaron con sus huesos en la cárcel o en alguna cuneta junto al río. Todo fue un chasco, pero pudo haber sido.

 Bueno, pues años después, se volvió a intentar. El tema ahora parecía más serio. Fue Arturo Estévez Varela y su motor de agua. Era un pintoresco ingeniero extremeño, residente en Sevilla, que aseguraba haber descubierto y patentado, un sistema químico para descomponer la estructura molecular del agua en sus componentes básicos y alimentar un motor de explosión con el hidrógeno resultante. Aunque Estévez Varela es recordado por este célebre motor de agua o de hidrógeno, realmente era un hombre inquieto y preocupado por otros aspectos de la técnica que iban más allá de los motores, con innumerables patentes, que incluso la NASA estuvo interesado en alguno de sus inventos y recibió premios en distintos salones internacionales.

 Estévez empezó a hacer demostraciones públicas de su invento y los medios de comunicación, empezaron a darle cancha y las instancias oficiales se interesaron por el milagro. Franco, avisado por el caso Fílek, encargó informes sobre la viabilidad del asunto, que resultaron negativos y se abandonó el invento y al inventor, arguyendo que «ya se ha hecho demasiado el ridículo».

 Hoy sabemos, algunos por Wikipedia, que el agua, solo puede descomponerse, mediante un proceso de electrólisis: descomposición de agua (H2O) en los gases oxígeno (O2) e hidrógeno (H2) por medio de una corriente eléctrica a través del agua. Este proceso se usa raramente en aplicaciones industriales debido a que el hidrógeno puede ser producido a menor costo por medio de combustibles fósiles. Pero entonces se sabía menos y la necesidad era grande.

 Una persona que se llama a si mismo salvador de la patria por la gracia de dios, mucho sentido común no puede tener y como Franco —engañado—, no podía dejarse engañar, todo se ocultó. Era un militar mediocre, que había hecho su carrera militar guerreando en África. Se encumbró como generalísimo de los ejércitos vencedores, convirtiéndose en dictador bárbaro e implacable. Según él contaba, no entraba en política. Y de ciencia, física y química, por la historia contada, no tenía ni idea. La gasolina en polvo y el motor de agua pudieron salvar a España, pero no la salvó ni dios.

 
 

 
 

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Víctor Arrogante
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