Corría
el año 1823 por las ciudades y campos de España, cuando el 24 de mayo,
sesenta mil soldados y otros tantos mercenarios, entraron en Madrid.
Venían de Francia para terminar con el Trienio Liberal y devolver el
trono a Fernando VII y en contra del progreso. Parece ser que fueron
95.062 hombres y los llamaron cien mil, para redondear: «Cien mil
franceses están dispuestos a marchar invocando el nombre de san Luis
para conservar en el trono de España a un Borbón, preservar ese hermoso
reino de su ruina y reconciliarlo con Europa», clamaba Luis XVIII de
Francia. Ya conocemos como los Borbones en la historia vienen recibiendo
ayuda de tinte reaccionaria.
En este mayo florido y en lucha que vivimos, no podemos dejar pasar los
acontecimientos sucedidos en España a principios del siglo XIX. Luis
XVIII rey de Francia y de Navarra, el «deseado», como también se le
conocía, era el más interesado en acabar con la etapa liberal de España,
que
Rafael de Riego (símbolo del liberalismo)
había traído en 1820. Francia tenía intereses económicos y comerciales
que iban a jugar un papel importante en la intervención armada.
Pretendía la independencia de las colonias españolas en el continente
americano y exigía una rápida intervención, para evitar que Gran Bretaña
fuese la única beneficiaria de este proceso. Había que restablecer la
reputación de su ejército tras las derrotas napoleónicas e influir en la
política española, restaurando el absolutismo, para mejor defender los
intereses galos en la Península. La
invasión de los Cien Mil, supuso un buen
negocio para todos, menos para el pueblo llano que los sufrió.
En 1814, con la derrota de Napoleón,
Fernando VII, accedió al trono, abolió la
Constitución de 1812 y reinó seis años. En
1820, el coronel Riego se sublevó en Cabezas de San Juan; Fernando fue
obligado a jurar la Constitución: «marchemos, y yo el primero, por la
senda constitucional». Solemne juramento real, que resultó ser perjuro.
Daba comienzo un nuevo sistema político, que duró tres años, el Trienio
Constitucional o liberal, que fue como un espejismo democrático.
Se da
la circunstancia de que cuando Fernando llegó a Madrid, el 14 de marzo
de 1814, muy a su disgusto, tras la aventura en Francia con Napoleón,
fue recibido por dos grupos de españoles perfectamente definidos y que
representaban proyectos políticos diferentes. La gente salió a la calle
–ese día yo no salí de casa– arrojándole pétalos, clamando entusiasmados
«Vivan las caenas», «Muera la libertad».
El nuevo sistema colocó a España a la vanguardia europea en libertades.
Pero los grandes enemigos no se ocultaban. Rusia exigía la celebración
de un congreso para tratar el «caso español» y Francia veía con
preocupación el desarrollo de un liberalismo que amenazaba con
extenderse a su territorio. El rey español estuvo conspirando duran el
Trienio Constitucional, para volver a establecer una monarquía absoluta,
olvidando juramentos y promesas constitucionales. En 1822 la
Santa Alianza, a petición de Fernando de
Borbón, aprobó en Verona la intervención militar de Francia en España.
Inglaterra no participó en el congreso pero no se opuso a la invasión.
La suerte estaba echada y el futuro diseñado.
Conocí entre cortinas al
Duque de Angulema (Louis-Antoine d'Bourbon,
último Delfín entre 1824 y 1830) que estaba al mando del ejército
invasor. Le escuché contar como había abandonado Francia con sus padres
en 1789, debido a la Revolución, para salvar sus vidas. El ejército
invasor contaba con cinco cuerpos. Por su parte el ejército
constitucional español, estaba dividido en cuatro cuerpos de 20.000
hombres cada uno. En total 130.000 soldados, que eran más que lo cien
mil. Pero algo no funcionó; seguramente la falta de organización, la
escasa moral y corta soldada. Decía Fernando VII sobre Angulema «Mi
augusto y amado primo el duque de Angulema al frente de un ejército
valiente, vencedor en todos mis dominios, me ha sacado de la esclavitud
en que gemía, restituyéndome á mis amados vasallos, fieles y
constantes».
Disfrutaba de un buen día de primavera en el río, con Genara de
Barahona, cuando presenciamos como los franceses cruzaban el Bidasoa. Se
iniciaba una campaña que tendría un desarrollo rápido y eficaz. La
Bisbal capituló pronto y Morillo se retiró sin combatir. Ballesteros,
tras una retirada por todo Levante y Andalucía oriental, capituló en
Campillo de Arenas. Solo Espoz y Mina opuso resistencia en Cataluña. Con
esteladas o sin ellas, heroicamente, Barcelona fue la última ciudad en
caer.
Mientras tanto y ante el desastre, el Gobierno de Madrid decidió, por
razones de seguridad, trasladarse al sur, llevándose al rey y a su
familia, a pesar de su oposición. Cuando las tropas francesas tomaron
Madrid nombró una Regencia. Administró el país, reorganizó el ejército y
se propuso liberar al rey en poder de los liberales. Se adoptaron las
medidas necesarias para restablecer las instituciones del
Antiguo Régimen.
Las Cortes reunidas en Cádiz y el gobierno, no pudieron evitar la caída
de la ciudad. La ayuda inglesa que se esperaba no llegó y solo la
Milicia Nacional opuso resistencia. Los liberales esperaban la invasión
francesa, pero no tenían medios suficientes para hacer frente a la que
se avecinaba. Con la derrota en la batalla del Trocadero, se puso fin al
Trienio Liberal.
Fernando
VII ofreció el título de Príncipe de Trocadero, a su amado primo que
rechazó diciendo «...peu digne d'un fils de France» (Poco digno de un
Hijo de Francia).
Fernando recuperó el trono e incumplió sus promesas. Restauró el
absolutismo, destituyó a los jefes políticos y alcaldes constitucionales
y restableció en sus puestos a las autoridades de 1820. La «década
ominosa», estuvo marcada por la reinstauración de la Inquisición,
represión y persecución de liberales, desaparición de la prensa libre y
cierre de las Universidades. Se restableció la organización gremial y se
devolvieron las propiedades confiscadas a la Iglesia. Es el sino que
sufrimos los españoles en la historia: efímero progreso y retroceso
reaccionario.
La
Santa Alianza fue un tratado firmado por las monarquías absolutas de
Austria, Rusia y Prusia tras las guerras napoleónicas. Se invocaban
principios cristianos, con el compromiso de mantener en sus relaciones
políticas los «preceptos de justicia, caridad y paz» y el cristianismo
como base en las relaciones internacionales. En la práctica no desempeñó
ningún papel efectivo, salvo la intervención militar para restablecer el
dominio de los Borbones sobre España y sobre sus colonias de América.
Una etapa apasionante la del siglo XIX en España, marcada por
revoluciones, el liberalismo, la
Primera República y el absolutismo. En 1823 se
abría la última década del reinado de Fernando VII, que se mantuvo en el
poder hasta su muerte en 1833. Vinieron otros Borbones, con no menos
ambiciones, compromisos y deslealtades.
Fernando VII reinó en España en 1808 y posteriormente desde 1813 hasta
su muerte. En su día fue señalado como «el deseado» por encontrarse en
Francia prisionero de Napoleón. Luego se le conoció como el «rey Felón».
Demostró que no era digno de la confianza de sus súbditos, que lo
consideraron persona sin escrúpulos, vengativa y traicionera. Rodeado de
una camarilla de aduladores, su política se orientó a su propia
supervivencia. Con el ejemplo que dio, no se entiende como no se expulsó
a los Borbones para siempre de la política española, pero se consintió y
los malos ejemplos continuaron con Isabel, Alfonso y todos los demás
herederos de la dinastía.
En resumen: Fernando VII quiere volver a ser rey absoluto y durante el
Trienio Liberal conspira contra el gobierno, promueve el levantamiento
de partidas realistas por toda España y envía embajadores a París para
gestionar la caída de la Constitución de 1812. Con la invasión de los
Cien Mil, España sigue siendo campo de batalla entre liberales y
realistas. Es una época trágica. Los españoles enfrentados unos contra
otros y el rey defendiendo solo sus propios intereses. Termina el
Trienio Liberal y comienza la «década
ominosa», época de terror para los españoles.
Benito Pérez Galdós lo cuenta magistralmente
en sus Episodios Nacionales.
Dos
alternativas políticas se enfrentaban. Les sonará. Los conservadores o
absolutista, defendiendo la monárquica como sobrevenida de origen divino
y con facultades absolutas. Los liberales estableciendo el origen y la
legitimidad del poder desde el pueblo y por procedimientos democráticos;
y la figura del rey sometida a controles constitucionales. Conservadores
frente a progresistas; la derecha reaccionaria de siempre, frente a la
izquierda defensora del pueblo llano.
Con el retorno de Fernando VII a España, en abril de 1814, 69 diputados
partidarios del Antiguo Régimen le dirigieron un manifiesto, conocido
como «manifiesto
de los persas», con el propósito de que el
monarca aboliera la Constitución del 1812. El objetivo era justificar un
golpe de Estado del propio Monarca, para reinstaurar el Absolutismo del
Antiguo Régimen. Fernando utilizó el tal manifiesto como base para
llevar a cabo la restauración del absolutismo, ante la situación
anárquica, provocada por la aplicación de la Constitución de Cádiz, que
exigía restaurar el orden.
España
estaba organizada por castas y clases y consolidó el absolutismo.
Entendían, que si se excluía a la nobleza y se imponía la igualdad, se
destruiría el orden jerárquico, base de todo orden social. Ese
absolutismo sigue presente en los políticos que quieren perpetuarse en
el poder. La monarquía, aún parlamentaria, ya lo está. Con todo seguimos
conviviendo, enfrentados, como siempre.